El Teatre Tantarantana de Barcelona, de celebración por sus 30 años, acoge en la sala Baixos 22 la obra El Gegant del Pi; un monólogo que se reestrena en la ciudad condal. La obra del autor y actor Pau Vinyals, codirigida por Júlia Barceló, es una historia necesaria sobre la familia, el dolor, el recuerdo y el amor que remueve conciencias.
En tiempos de pandemia, Pau Vinyals presentó por primera vez al público su ópera prima, El Gegant del Pi, haciéndolo, en aquella ocasión, en formato radiofónico dentro de la programación digital que el Teatre Lliure propuso como opción cultural en momentos de cuarentena.
El Gegant del Pi es una obra autobiográfica (con tintes de ficción) donde autor y actor son la misma persona. Pau Vinyals se abre en canal en un escenario prácticamente desnudo de atrezo, para hablarnos de él y su familia. La mudanza a su piso recién comprado en el Raval de Barcelona, sirve como excusa para adentrarnos en una historia llena de silencios y culpas. Hay algo que inquieta al protagonista y que nos comparte con cierta vergüenza: Su abuelo, a quién recuerda tierno y amoroso, era franquista. Y ahora que lo sabe, no puede vivir como si no lo supiera. Desde ésta revelación, sus recuerdos se han teñido de duda, controversia e incluso rabia. ¿Es posible reconciliarnos con nuestro pasado familiar? ¿Cómo se quiere a alguien que tal vez hizo daño a otros?
A través de acciones cargadas de cotidianidad, y especialmente a través de un texto que podríamos categorizar como narrativa poética, nos adentramos en la vida de alguien que podría ser cualquiera de nosotros y caminamos, sin movernos de la butaca, desde Barcelona hasta los campos de Ravós del Terri, un pequeño pueblo de la provincia de Girona.
La interpretación de Vinyals, caracterizada siempre por unos rasgos muy expresivos y una verdad auténtica, nos muestra el interior de su psique y nos invita a hacernos muchas preguntas, algunas de ellas incómodas. En una sociedad poco acostumbrada a ser cuestionada, ésta obra debe ser tomada como una oportunidad para formularnos varios interrogantes.
Si bien no se trata de una obra moralista, no falta la interpelación al público y la crítica social. La cuarta pared queda rota cuando el actor/autor nos mira fijamente, y nos pregunta acerca de nuestras familias. De nuestro pasado. De las acciones que tomamos hoy para frenar las injusticias. ¿Somos realmente tan “progres” como aparentamos? ¿Acaso no tenemos también un monstruo dentro que siempre está a punto de manifestarse? Todas estas preguntas y muchas más, se formulan en un equilibrio correcto entre la emoción, el humor y la crítica.
La escenografía minimalista a cargo de Judit Colomer permite una fácil inmersión al retrato intimista. La aparente sencillez del atrezo es, precisamente, un aspecto clave que nos ayuda a acceder a los distintos lugares que el protagonista transita a lo largo de la obra –y de su vida-. La iluminación, también a cargo de Colomer, acompaña los cambiantes estados anímicos del personaje.
También juega un papel importante el sonido (de Arnau Vallvé). Con la mezcla de música, voces y el uso de un micrófono solamente en determinadas ocasiones, se crea un ambiente que nos permite conocer plenamente el popurrí emocional que experimenta el protagonista y que a ratos manifiesta también a través de la expresión corporal (asesoramiento a cargo de Laura Vago), con movimientos que casi rozan la performance. Un acierto que permite, en todo momento, el dinamismo de la obra.
El público catalán puede sentirse fácilmente inmerso en la trama gracias también a un retrato de la Catalunya tradicional que está presente en todo momento: Gegants, sardanes, nadales, la Renfe, Girona… y puede aprovechar la oportunidad que la obra le ofrece para cuestionarse y abrir debate sobre un tema que ha sido a menudo excesivamente silenciado, tanto en las esferas públicas como en los rincones más privados de cada familia.
Crítica realizada por Maria Sanmartí