Por inmortal que sea la novela de Margaret Mitchell, si hoy nos sabemos al dedillo las desventuras de Escarlata O’Hara, Rhett Butler, Melania, Ashley y Mammy no es por el libro sino por la película de 1939 que le robó el Oscar a El mago de Oz, Ninotchka, Caballero sin espada, Cumbres borrascosas y La diligencia. Ahora, podemos ver cómo se forjó su guión en el Teatre Goya de Barcelona.
Plátanos, cacahuetes y lo que el viento se llevó es el título en castellano de la obra Moonlight and Mangnolias (2004) del norirlandés Ron Hutchinson, adaptada por Daniel Anglès y dirigida por José Troncoso. Enfrenta al productor David O’Selznick (Gonzalo de Castro), el director Victor Fleming (José Bustos) y el guionista Ben Hecht (Pedro Mari Sánchez) a la titánica tarea de reescribir el guion de la película en cinco días de encierro mientras la película, que ya ha empezado a rodarse con un director ahora despedido, está parada. Empezando con un problema: Hecht no ha leído la novela, ni hay tiempo para que lo haga, por lo que O’Selznick y Fleming se la van interpretando para que el otro pueda trabajar.
Las tensiones de la obra se construyen en tres ejes: el apremio del tiempo, la oposición de Hecht a los valores retrógrados que cimientan la novela (y que a finales de los años 30, para un autor judío que veía el auge del nazismo, no eran pocos), y la pugna entre los tres hombres para afianzar la posición de poder dentro del mundo del cine de productores, directores y escritores.
Lo primero conlleva las situaciones más divertidas, pero que a medida que avanza la obra van perdiendo encanto. Puede parecer extraño, pero acaba habiendo un exceso de Lo que el viento se llevó en esta obra sobre la escritura del guion de Lo que el viento se llevó. Los momentos mágicos quedan más al principio, por ejemplo cuando De Castro plantea el arranque de la historia, todo se tiñe de rojo y suenan notas dispersas que aún no son pero prometen lo que será la exhuberante obertura de Max Steiner. Mariano Marín firma la música y el espacio sonoro, y hace un trabajo excelente, tanto evocando a Steiner como reimaginando The Typewriter de Leroy Anderson.
El choque entre el reformismo de Hecht y el compromiso con lo que el público espera de la adaptación del productor es, probablemente, el verdadero núcleo de la obra. El antagonismo de una colaboración que no puede ser equilibrada, en la que O’Selznick necesita mantener la batuta pero al mismo tiempo no puede perder a su escritor. La angustia de un guionista que ve las posibilidades que tiene el cine para forjar una América más justa, pero se ve abocado una y otra vez a escribir sobre un mundo, unas situaciones y unos personajes que detesta. Y finalmente el papel del director como fulcro, como equilibrio de la balanza, donde el personaje de Bustos, que al principio parece un tipo duro, un matón cinematográfico a sueldo, acaba componiendo soluciones que, sin alterar el guion, tengan un efecto que permita que en una historia sobre gente odiosa, podamos cogerles cariño sin necesidad de justificar sus actos.
Y el tercer eje, la pugna entre guionista, director y productor, va espolvoreándose por toda la obra, con una resolución que puede parecer una fuga condescendiente de la cuestión, pero que, si se ha prestado atención, se ha estado planteando poco a poco durante toda la obra. Y para ello hace falta tener en cuenta al cuarto personaje de la obra, al que aún no hemos mencionado, que no es ningún nombre famoso de la historia del cine: se trata de la Srta. Poppenghul (Carmen Barrante), la secretaria de O’Selznick. Mientras los tres hombres intentan construir el guion, Poppenghul obedece al punto las instrucciones del productor, mantiene el aislamiento, le informa de las cuestiones inaplazables del exterior y (sub)alimenta a los «cautivos». Ateniéndonos a la cuestión que trata la obra, su papel es en general de apoyo y bastante secundario. Pero también va reaccionando a la historia que se está convirtiendo en película. Y poco a poco podemos entender que Poppenghul no solo es Poppenghul sino que representa a los espectadores, a todo aquel que va al cine, frente a todo aquel que lo hace. Un público fiel, dispuesto a ser cautivado pero capaz de tomar sus propias decisiones.
El equipo hace un buen trabajo construyendo unas versiones escénicas de los tres famosos cineastas que no intentan imitar a nadie, pero consiguen crear carácteres concretos con varias capas de complejidad. Gonzalo de Castro tiene la labor más complicada, de ser un hombre carismático en problemas, que tiene que impulsar y al mismo tiempo coartar la creatividad de su guionista. Lo consigue, pero tantos cambios como le exige el guion a veces desdibujan un poco las fronteras. Pedro Mari Sánchez, por su parte, lo tiene algo más fácil: su papel es más una roca, tiene unas convicciones claras y unas quejas muy concretas, y va estrellándose una y otra vez contra el muro de O’Selznick. Consecuentemente, su papel resulta sólido, consecuente y su interpretación le saca todo el jugo tanto al conflicto como a sus ocasionales victorias. En comparación, a José Bustos le toca el papel más desdibujado, el de Victor Fleming, del que asume con facilidad la biografía y la aceptación del encargo, pero al que a ratos le faltan algunos rasgos de carácter más definidos. O quizás esa sea su función en el terceto, el de involuntario punto de encuentro.
El vestuario de Guadalupe Valero y la iluminación de Javier Alegría construyen el mundo en que nos movemos más que unos decorados mínimos que se precian en mostrar los bstidores y la tramoya, para que no haya duda que nos estamos adentrando en los entresijos de la creación dramática, que tienen tanto de negocio como de artesanía, y donde, francamente, los egos personales importan un bledo.
Crítica realizada por Marcos Muñoz