Tras los aplausos de la temporada pasada y reconocimientos como el Premio Godoff, Alberto Velasco vuelve a darlo todo y a demostrar con Sweet Dreams su capacidad interpretativa, comunicativa y performativa, su vis cómica y dramática y su visión, clown y sincera, de sí mismo, en el escenario de Nave 73 de Madrid.
Alberto I de Valladolid, marqués de la dramaturgia castellana, duque de lo queer sin complejos y grande de dame una sala y ya me encargo yo de sorprender y hacer vibrar y disfrutar a tu público. Sweet Dreams no es solo un espectáculo individual o un monólogo al uso con distintos actos en el que su único personaje evoluciona, cambia y se enfrenta a sí mismo. Es también un diván, un folio en blanco y un confesionario en el que no hay más cera que la que arde y afirmaciones que las que se escuchan. Solo él sabe cuán autobiográficos son esos ochenta minutos, cuán fusionados están en ellos el creador, el intérprete y el personaje, el Alberto que llega al camerino y el Velasco que se erige sobre las tablas. Sea como sea, suenan y se sienten como verdad. Y eso es el teatro, agarrarnos, llevarnos y lanzarnos de vuelta a la calle vapuleados, gozados y renovados.
Sweet Dreams son varios actos que tienen como supuesto propósito poner orden en el maremágnum emocional de Alberto, lo que le lleva a repasar quién y cómo es, contrastarse con quien esperaba ser y proyectar cómo desea estar en su futuro. A nivel actoral lo refleja pasando por todo aquello que es capaz de imaginar, vehicular y materializar. Creador, director e intérprete, inicia la función con un mix entre la performance y la danza, sigue con aires trágicos con sus primeras palabras y eclosiona con un acto culinario en el que desparrama humor con buenas dosis de acidez, ironía y crítica social. Un viaje que del lado del espectador se vive como atracción estética primero, emocional después y complicidad a continuación.
Cimientos sobre los que entrecruzan el imaginario cultural y los referentes propios, he ahí la lona del Agnus Dei de Zurbarán que ha recuperado de sus Escenas de caza en el Teatro Kamikaze, las raíces pop que evoca con la banda sonora de Eurythmics y el vanguardismo, eclecticismo y posmodernidad de sus coreografías. Sobre todo, la de la silla, con que consigue uno de los pasajes más hipnóticos y sensoriales de toda la función. Un impacto que tiene tras de sí su dominio del espacio de representación -basta recordar direcciones de Velasco como Cliff o Danzad malditos– y su conjugación con la iluminación que ha diseñado junto a Abel García, el sugerente minimalismo de la escenografía de Alessio Meloni y el atrapante espacio sonoro construido por The New Carrot Studios. Destacar, además, el vestuario de Sara Sánchez de la Morena, modelos varios que amplifican sus propósitos expresivos.
Disfruto mucho cuando un montaje se basa en lo que considero la esencia del teatro, la presencia y la palabra. Sweet Dreams es eso, una buena hilatura de gestualidad y verbo, un tener algo que contar y exponerlo, que entregar y conseguir que sea recogido. Una reivindicación de la inocencia con la que nacimos, he ahí esa otra lona en la que se ve al guapo Alberto bebé, y con la que debemos ser capaces de sentarnos en nuestra butaca para dejarnos sorprender y llevar a lugares que, siendo tan extraños, ajenos y lejanos, resultan tan propios. Aplausos para ese niño que se recuerda, homenajea y da cariño, aplausos para ese creador que arriesga y convence.
Crítica realizada por Lucas Ferreira