La novela cumbre de Emilia Pardo Bazán, Los Pazos de Ulloa, sube a los escenarios en versión de Eduardo Galán, dirigida por Helena Pimenta y con Pere Ponce al frente del elenco. La hemos podido ver a su paso por el Teatre Auditori de Granollers.
El planteamiento de Bazán del naturalismo de Emile Zola pero a la española provocó un escándalo a finales del siglo XIX. Galán y Pimenta eliminan unos pocos elementos de la novela, que añaden complejidades innecesarias, y vertebran el relato dramático a través del personaje del joven y manipulable clérigo Don Julián Álvarez, que aquí se convierte directamente en el narrador. Su llegada a los titulares Pazos y su encuentro con las gentes del lugar darán pie a un drama de tintes trágicos con el trasfondo de una España convulsa, entre la revolución proletaria y el inmovilismo caciquil.
Pere Ponce hace un formidable trabajo saltando sin aparente esfuerzo entre el Julián maduro y el joven, con los importantes matices que representa el punto de vista que aportan la diferente edad y experiencias. Desde el prólogo, en que se abstrae como personaje casi pirandelliano y lamenta su destino, añorando el del cura de otra novela (una pista de lo que está pasando entre líneas/bambalinas y no acaba de contar), pasando por sus tiernos choques con la realidad de los Pazos, hasta el amargo final (que en la novela da pie a la secuela La madre naturaleza), Ponce/Don Julián resulta imprescindible en cada escena. Héroe naturalista, y por tanto no-héroe, su personaje sin embargo provoca todos los males de la trama la única vez que intenta actuar para impulsar un cambio moralista del statu quo, presionando al casquivano y asilvestrado Marqués Don Pedro (Marcial Álvarez) para que se case.
El resto del elenco está igual de agraciado, desde ese Marqués continuamente frustrado, servil en la ciudad y opresor en el campo, a la frágil y sensible Nucha de Claudia Taboada, juguete del destino, o el médico que encarna David Huertas, una luz de progreso en estos pazos que huelen a cerrado. Pero son los dos actores que se desdoblan en múltiples personajes (dos para Ariana Martínez y tres para Francesc Galcerán), los que hacen un magnífico malabarismo, distinguiéndolos no solo por el perfecto vestuario de Mónica Teijeiro y José Tomé, sino con sus peculiaridades expresivas personales: el puro trabajo del actor, pero construyendo en poco tiempo personajes concretos, y cada uno igual de memorable. El mafioso Primitivo que maneja como quiere las tierras del Marqués, utilizando a su hija Sabela para sus fines; el digno Don Manuel Pardo, señorito de ciudad que, aunque lo parezca menos, también quiere usar a sus hijas para recuperar el patrimonio perdido; y la mayor de ellas, Rita (hermana de Nucha), alegre y hermosa… y quizás demasiado parecida a Sabela para un Marqués que, por una vez, intenta romper con sus malas costumbres.
La función condensa bien la filosofía naturalista de Pardo Bazán (sacrificando un poco, en aras de la simplicidad, sus particulares elementos fatalistas), su denuncia social de hombres llenos de vicios que agreden y utilizan a las mujeres que les rodean, su modernidad que, al tiempo, le interesa conjugar con la fe. Una fe que, el cura, va perdiendo al contemplar las monstruosidades que su pusilánime carácter permite e incluso provoca. Como dice en cierto momento, él es el peor.
Crítica realizada por Marcos Muñoz