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26.10.2022 Críticas  
Espectros rusos y robots catalanes

El proyecto de escena digital de la Sala Àtrium de Barcelona pone en escena Érem tres germanes; la reescritura de José Sanchis Sinisterra del clásico de Chéjov. Con robots. Y mapping. Y videoproyecciones HD en tiempo real. Pero el resultado es profundamente humano.

Admitía el propio Sinisterra en 2014, y la crítica le interpretó de la misma forma, que su «remezcla» de Chéjov tenía algo de Beckett. De los no lugares, los tiempos límbicos, los absurdos torturantes. Con ese punto de partida, la aplicación de técnicas cibernéticas podría haber abstraído el montaje, prestándole la excusa ideal para un distanciamiento gélido.

Pero ha sido la labor conjunta del director escénico Raimon Molins y el director de creación digital, Joan Rodón, que eso no fuera así. Ellos han tenido que experimentar con las posibilidades, conseguir que se creara y conformara el hardware y el software necesarios, para luego descartar todo lo que se alejara de lo que se quería crear en escena. Examinar las posibilidades y jugar, pero con un objetivo de suma intelectual y emocional. Saben muy bien lo que se hacen: recordemos su fenomenal trabajo hace cuatro años en el TNC con Alba (o el jardí de les delicies).

Lo que encontramos en la engañosamente desnuda escena son tres actrices y una casa, las tres hermanas titulares, encarnadas por Anna Roy (Olga), Ona Borràs (Masha) y Júlia Genís (Irina): la estricta, la romántica y la inocente. Además de su hermano (y cámara) Carles Roig (Andrei), silente, observador, omnipresente y ajeno. Ellas se convierten en todos los personajes de la obra, porque Sinisterra ha desintegrado al resto de voces: ellas recuerdan, se disfrazan, parodian o sufren los efectos del resto de personas. E incluso de las acotaciones del autor. Cada vez más atrapadas por los acontecimientos (potenciados) de su drama personal, la obra parece situar al espectador frente a una tragedia casi espectral, donde las protagonistas se ven condenadas a revivir una y otra vez los acontecimientos de su vida, sometidas a un destino que no es griego sino ruso, como su pena, como su pesimismo, y que les impide no solo conseguir lo que desean, sino siquiera intentar otros caminos. El distanciamiento con el que hablan del cambio de escenas o de lo que va a pasar no tiene sabor brechtiano, sino el de alguien que sabe lo que va a pasar porque ya ha estado allí. Son prisioneras ya no solo de la insoportable vida (pero «hay que vivir»), sino del texto. Del autor.

Y, como decimos, en ese escenario «vacío» hay una casa de muñecas, que es la casa en la que viven las protagonistas, y en la que gracias a las retroproyecciones podemos ver rastros de escenas e incluso los estragos del tiempo. Y en las paredes de la sala se proyectan imágenes, las que capta Andrei que, amplificadas, permiten romper las reglas no escritas del teatro: en Èrem tres germanes hay primeros planos, zooms, vemos lo que nos da la espalda, llueve sin agua, e incluso los tamaños de los personajes cambian en función de su estado psicológico. Lo emocional se vuelve físico y, en un contexto de opresión vital y dramatúrgica, esas pequeñas transgresiones son pequeños actos de rebeldía casi nivolesca.

La gran precisión coreográfica que el montaje exige, fluye en manos de las tres actrices, fantásticas más allá de sus años. Y todos los recursos digitales, por grandes y llamativos que puedan ser, van siempre detrás de su labor interpretativa. Sanchis Sinisterra no hace con sus variaciones un Chéjov más sencillo: lo condensa, lo concentra y en ocasiones lo recentra. Y el equipo al completo de Érem tres germanes sabe aprovechar cada línea de texto y cada píxel proyectado para producir una fantástica experiencia teatral que exige concentración a ambos lados de la ficción, y ofrece a cambio una tremenda satisfacción. O insatisfacción. Pero ya nos entendemos…

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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