El Teatro Infanta Isabel de Madrid rescata un potente texto de Peter Shaffer que, de la mano de Carolina África, plantea un binomio psiquiátrico entre un solvente Roberto Álvarez y un joven, pero siempre excepcional, Álex Villazán.
La violencia nunca es espontánea y gratuita, vacua y falta de razones. Investigar, indagar y buscar en ella no es justificarla, sino explicarla para entenderla y de esa manera actuar en una doble vertiente. Prevenir futuras barbaridades por parte de otros sujetos y reconducir a quien ejecutara las barbaridades objeto de estudio. La medicina psiquiátrica es la ciencia que se encarga de ello desde el punto de vista biológico, apoyada en la psicología para actuar en el plano conductual, y sirviéndose del teatro para hacernos reflexionar desde un punto de vista social. La dramaturgia nos sirve para interrogarnos: qué nos mueve y cómo actuaríamos cada uno de nosotros de ser testigos o cercanos a una situación similar.
Imagina que tu hijo, tu hermano, tu amigo o vecino, amante apasionado y entregado de los caballos, un buen día, sin razón aparente alguna, sin indicio que lo explique, los deja ciegos de manera cruel y punzante. ¿Qué razón puede haber en semejante atrocidad? La naturaleza humana nos impulsa al castigo y a lo punitivo, al rechazo y al aislamiento, pero nuestra inteligencia debe aprovechar esa situación para conocernos y ayudarnos, para comprender porqué somos capaces de lo peor.
Ese es el deber y el compromiso del doctor que encarna Roberto Álvarez, el que pone en marcha cuando la jueza Manuela Paso le pide que se haga cargo de un detenido, Álex Villazán, acusado de lo expuesto. Comienza entonces un proceso de recogida de información, de conocimiento de datos objetivos, y de contextualización, de relacionarlos con su entorno familiar y de comprender cómo funciona su psique, en el que Paso ejerce también como madre, Jorge Mayor como padre y Claudia Galán como amiga. A su vez, Manuela, Jorge y Claudia prestan también su figura, su gesto y su palabra a otros secundarios testimoniales, ya sean camareros, asistentes de un club de intercambio o a los propios caballos.
Equus fue escrita por Peter Shaffer, autor de genialidades como Amadeus, en 1973. Casi cincuenta años después, este montaje ha optado por adaptar a la actualidad, de la mano de Natalio Grueso, las referencias a su contemporaneidad, lo que le lleva a hablar de internet y proyectar vídeos de redes sociales, así como canturrear jingles de marcas publicitarias hoy archiconocidas. Tiene su sentido, y aunque vi cómo el público más joven de la sala lo aceptaba sin plantearse nada al respecto, creo que no era necesario.
Este Equus no se ve necesariamente enriquecido por ello, o quizás no le basta por una dirección -firmada por Carolina África– que busca ser, fundamentalmente, explicativa. Opta por seguir el lado racional de la historia, desvelar con claridad cada uno de sus componentes, en lugar de primar la complejidad de su emocionalidad. Escuchamos lo que sucede, pero los personajes no nos hacen sentir lo que viven en su interior, parecen estar más al servicio del expediente psiquiátrico que de puente entre el texto y los espectadores.
Aún así, la función se salva por varios elementos. La muy resolutiva escenografía de Bengoa Vázquez, un minimalismo modular que se adapta como un guante a cuantos ambientes requiere la representación. La sugerente videoescena de David Martínez, generadora de atmósferas en las que sí priman las sensaciones que se esperan de este relato, más aún cuando se combinan con la presencia de Paso, Mayor y Galán transmutados en equinos, intervenciones con un punto, casi, de performance. Y sobre todo, Álex Villazán, un actor pleno y completo -como ya demostró en trabajos anteriores como integrante de La joven compañía o en El curioso incidente del perro a medianoche– que, cuando eclosiona, irradia y atrapa con su capacidad, su magnetismo y su convicción a cuantos le observan.
Crítica realizada por Lucas Ferreira