El Teatro de la Zarzuela de Madrid aloja hasta el 23 de octubre una de las obras más representativas de Francisco Asenjo Barbieri: Pan y toros. El director artístico del teatro, Guillermo García Calvo, toma la dirección musical de la pieza y el popular actor y director Juan Echanove se enfrenta a su primera obra lírica.
La última vez que se representó Pan y toros fue hace 21 años en este mismo teatro, donde también se estrenó por primera vez en 1864. Esta obra insigne del teatro musical patrio, a priori, puede parecer un toro difícil de lidiar para Echanove; sin embargo, consigue capotear la superficialidad, las exaltaciones ideológicas y cualquier provocación. Algo que hubiera resultado muy sencillo, ya que el libreto de José Picón trabaja la crítica social y política, y de aquí podría haberse destilado un retrato basto y ramplón de una España burda y desaliñada.
España. Finales del siglo XVIII y principios del XIX, dos bandos: los liberales que aspiran a la salvación de mano de Gaspar de Jovellanos y los conservadores fieles a Manuel Godoy. Un rey, Carlos IV, del que se critica su desinterés político. Un país embadurnado de ignorancia y pasotismo, pasmado e intencionadamente entretenido con la tauromaquia. Este es el marco histórico en el que se encuadra la obra, aunque queda evidenciado que no sigue de forma rigurosa los acontecimientos por la disparidad en el inicio de los hechos, por tanto, se trata de una ficción histórica.
En este contexto, se presenta en el centro del argumento a la figura de Francisco de Goya (el barítono Gerardo Bullón), un personaje que reniega de la mera contemplación y, desde su visión crítica y artística, transita entre la reivindicación del reformismo y pleitesía a la Corte borbónica. Un acierto plantear su personaje como protagonista y eje de la obra, para así comprender las diferencias y las dificultades de las dos Españas del momento.
Doña Pepita (Yolanda Auyanet) y el Corregidor (Pedro Mari Sánchez) como conspiradores contra el Capitán Peñaranda (Borja Quiza) y la Princesa de Luzán (Carol García), que se creen libertadores y verdaderos luchadores por la patria. Entre castañuelas, toreros y luchas de espadas se esclarece la dualidad entre los valores de la España liberal, la de Jovellanos, y los de la corrupta y asentada bajo los privilegios de algunos que pretenden aturdir al pueblo con entretenimientos banales.
La propuesta escénica alcanza su cénit, ya no solo por el elenco y la adaptación del libreto de Picón, también la fidelidad a la época y la elegancia del vestuario ayudan a mimetizarse con los personajes. La escenografía, a cargo de Ana Garay, es otra de las protagonistas de esta obra mayor de Barbieri. La plaza de toros, reconvertida en cada escena, es el testigo de todas las disputas y acontecimientos. El simbolismo taurino resulta fundamental, no solo por el título de la obra y por las escenas que protagonizan los tres toreros más destacados del siglo XVIII (Costillares, Pepe-Hillo y Pepe Romero), también por la gran tradición taurina de nuestro país, que ha condicionado nuestra cultura. De hecho, más de 200 obras del género musical ibérico giran en torno a la fiesta taurina, ejemplo de ello son Los toros del Puerto, La canción de la Lola o Pepe-Hillo.
La sutilidad, las danzas de folclore español y el baile que insinúa el movimiento del capote viene medido al milímetro por Manuela Barro. Una coreografía que hipnotiza sin distraer del argumento y que ayuda a entender en mayor medida la narrativa y el simbolismo de la obra. Resulta imposible no destacar la previa la inicio del segundo acto, unos pasos que sugieren la sumisión del hombre que arrastra a una mujer que deposita poco a poco el calzado de los siguientes personajes que aparecerán en escena.
A escenografía y danza, se suma –por supuesto- la clave fundamental: la música. El trabajo de García Calvo consigue ensalzar con éxito la delicada composición de Barbieri, uno de los máximos representantes del género de la zarzuela. No obstante, se percibe algo de desorden al inicio de la obra, las primeras escenas corales se desajustan y tapan en parte a la orquesta. Una cuestión que se reconduce satisfactoriamente en el transcurso de la función. Aunque recae más peso en la interpretación textual, la música no pierde trascendencia y las seguidillas, boleros y fandangos le confieren mayor sentido de homenaje a la cultura española.
De entre todas las escenas musicales, sobresale el dúo entre Doña Pepita y la Princesa, la soprano Yolanda Auyanet y la mezzo Carol García. Una calidad interpretativa que no abandonan para lucir sus aptitudes vocales en una lucha dialéctica y musical que acaba en aplauso. Del lado masculino, resalta el estilo humorístico y la voz del tenor Enrique Viana, que da vida al Abate Ciruela. También, el trío de toreros con los barítonos Carlos Daza, Pablo Gálvez y José Manuel Díaz brindan su éxito al tono cómico de sus interpretaciones y a sus escenas bien defendidas vocalmente. No podemos olvidarnos de el Corregidor, el actor Pedro Mari Sánchez no alcanza a cantar; sin embargo, saca adelante la parte textual que sirve de apoyo al resto de actuaciones.
El ruedo nos deja el polvo de la corrida esparcido. Pan y toros, al estilo pan y circo de los romanos, una burda manera de mantener al pueblo entretenido mientras el desastre ocurre fuera. ¿Seguimos en la España del pan y toros, en la España del no importa? Puede que la tauromaquia u otros entretenimientos del siglo hayan perdido fervor, pero el intento de inocular en el pueblo el efecto narcotizante, que nos adormezca para evitar que nuestro pensamiento crítico funcione quizás sí persista y aprendamos a mirar con indiferencia a aquello que ocurre a nuestro alrededor. El polvo sigue ahí y es difícil de limpiar.
Crítica realizada por Esperanza Hernández