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08.09.2022 Críticas  
Hágase en mí según tu palabra

La vida y la muerte se dan la mano en La voluntad de creer. Pablo Messiez llena la sala Max Aub de las madrileñas Naves del Español de drama y comedia, tragedia e hilaridad, con un texto y un elenco que desbordan los límites de la dramaturgia y colman la sensibilidad de su público.

En el principio estuvo el verbo y la presencia, después la palabra y el cuerpo y finalmente el significado y la experiencia. Ese es el viaje escrito, dirigido y compartido por Messiez en un argumento que nos sitúa en una reunión familiar en el País Vasco, en la que al encuentro entre cuatro hermanos que hace tiempo que no se reúnen, se unen la mujer embarazada de una de ellas y Jesús de Nazareth, en quien se transmuta -fantástico Juan José Rodríguez-, desde no se sabe cuándo, la única presencia masculina de esa casa. Un aquí y ahora en el que lo terrenal convive con la incertidumbre que genera la espera de la vida futura que se está gestando y la eternidad de quien camina descalzo y no duda del poder magnánimo del más allá.

Una realidad argumental que convive escénicamente con el blanco y negro minimalista diseñado por Max Glaenzel, extensión de la proyección cinematográfica de Ordet de Carl Theodor Dreyer en un pequeño monitor, y en la que la iluminación de Carlos Marquerie parece teñirse del pensamiento existencial de Kierkegaard. Como si se tratara de un alter ego suyo, el texto de Pablo está a caballo entre la filosofía y la teología, pero sin olvidarse de lo mundano, de los gestos, las interjecciones, las correcciones y los exabruptos que revelan quiénes y cómo somos. De ahí que además de dramaturgia, La voluntad de creer sea también la poesía que duda, convierte, crece y embellece como hace Carlota Gaviño con su encarnación de la misma.

Este montaje se mueve entre lo trascendental y lo cotidiano, lo cercano y lo que nos supera, revelando con hermosa y compleja sencillez las múltiples capas y planos cruzados que nos definen a cada ser humano, tanto singular como relacionalmente. No somos solo singularidades, también el resultado de las personas con las que compartimos lazos biológicos y con las que convivimos, con las que nos aportan y nos interfieren. Un entramado donde las visiones nunca son plenamente coincidentes, generando un universo que se mueve entre el costumbrismo –Rebeca Hernando, maestra de la hipérbole y de la carcajada- y el deber del interrogante, la ensoñación y la ilusión que, a su vez, forma parte de la esencia del teatro. Una dimensión que, como les sucede a los personajes de Marina Fantini y Mikele Urroz, resulta reflejo, espejo y alternativa de lo que vivimos y deseamos. Por cierto, qué bonitos suenan sus diálogos en euskera con Iñigo Rodríguez-Claro.

La libre adaptación que el también director de Las canciones, Cuerpo de baile o Los días felices ha realizado de la novela La palabra de Kaj Munk, en la que se basa el clásico del séptimo arte antes mencionado, va en línea con la tónica catártica de sus trabajos. Primero nos seduce sensorialmente, después nos lanza a unas coordenadas indefinidas en que nos remueve emocionalmente para, finalmente, lanzarnos de vuelta a la realidad habiendo conseguido su objetivo de que nos planteemos que la vida es mucho más que razón y biología, hechos y datos, también es alma y espiritualidad, humildad y posibilidad.

Un bombazo que, a buen seguro, sacudirá a sus espectadores y con la que Pablo Messiez, Buxman Producciones y el Teatro Español se apuntan el tanto de hacer que la programación de la nueva temporada comience por todo lo alto tanto en términos de creatividad como de originalidad.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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