Josep María Miró escribe y dirige Restos del fulgor nocturno por encargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico para complementar con su propuesta autobiográfica y de auto-ficción el juego meta teatral de Lope de Vega en Lo fingido verdadero, su otra obra en cartel en su sede de Madrid.
La sobriedad escenográfica concebida por Amaya Cortaire resulta perfecta para acoger y expandir el juego de personajes de ida y vuelta, espejos y reversos que interpretan Rey Montesinos y Alejandro Tous. Los primeros minutos son teatro dentro del teatro, el inicio de una representación en la que Alejandro simula ser Josep María Miró atrayéndonos con el morbo de un contacto vía app que resulta en la grabación amateur de una relación sexual para ser publicada posteriormente en una web de pago. Un gancho rápidamente superado por la vivacidad, riqueza y profundidad de la escena en que Rey se convierte en la madre de Josep María y desvela la verdadera cara de su hijo, la de Alejandro.
A partir de aquí, un viaje que nos traslada hasta estaciones como el universo Twin Peaks de David Lynch -maravilloso momento cuando suena Angelo Badalamenti– en el que se desmonta la génesis, el sentido y el propósito de los textos de su autor. Miró se deconstruye y se reconstruye sobre el escenario en una suerte de morbo, desnudez y confesión en que revela intimidades, pudores y secretos personales y familiares, conformando una pirámide que crece conceptual y narrativamente formando un corpus cada vez más sólido, pero que no pierde su punto de referencia, la dramaturgia barroca que se representa cinco plantas más abajo de donde ella tiene lugar, en la caja negra de la sala Tirso de Molina.
La presencia y resolución abdominal de Tous y la versatilidad y eclecticismo de Montesinos responden al reto de componer planos paralelos y perpendiculares entre el presente y el pasado, lo corpóreo y lo espiritual, lo tangible y lo onírico, lo real y la fantasía que les plantean los múltiples caracteres que interpretan en estos Restos del fulgor nocturno. Ambos están a la altura, practicando de manera casi simultánea la seriedad de lo dramático, la ligereza de lo cómico, lo etéreo de lo ilusionante y la solemnidad de lo trágico. Coordenadas en las que Josep María se auto referencia y evoca también los dramaturgos en los que se busca y se proyecta.
Y lo hace con una capacidad admirable para no hacer de su ego, su yo y superyo el centro de su propuesta. Su escritura es ágil y fluida, y su puesta en escena dinámica y sugerente. Consigue que el patio de butacas se sienta atraído, que mire, se fije y observe y que actúe más como un único voyeur anhelante, deseoso y excitado que como un conjunto heterogéneo de espectadores.
Llegados a este punto, la atmósfera es tan compacta que en algún momento surge el miedo a la fisura que desmonte la suspensión de la irrealidad. Falsas alarmas que se acaban revelando como saltos al vacío de los que la representación sale airosa gracias a pequeños detalles -como la iluminación de Ganecha Gil– y a la combinación de los múltiples gestos, tonos y registros siempre acertados y precisos que surgen de la comunión, complicidad y compenetración entre sus dos actores protagonistas.
Crítica realizada por Lucas Ferreira