La Sala Margarita Xirgu del Teatro Español de Madrid se inunda de El mal de la montaña. Un texto de Santiago Loza, dirigido por Francesco Carril y Fernando Delgado-Hierro. Un montaje que deja un sabor agridulce en el espectador, una sensación de desapego y desidia ante las complicadas relaciones interpersonales.
Un lugar extraño, que no es un hogar compartido pero por momentos lo parece. Otras veces recuerda a una casa ocupada donde sus habitantes se encuentran pero no se conocen, intercambian vivencias, buscan consuelo o desahogo, o simplemente un techo donde resguardarse de la tormenta. Un espacio con unos sofás hinchables con vida propia, con criaturas amenazantes. Es en este espacio indeterminado creado por Paola de Diego es donde los protagonistas de este montaje nos participarán sus desvelos y sus miedos. Unos terrores y desconsuelos que se esfuerzan por compartir entre ellos aunque nadie escucha al otro. La empatía brilla por su ausencia en lo que se supone un grupo de amigos. Retrato de una sociedad ombliguista, donde prima el yoismo y lo que le ocurra al otro nos importa más bien poco. Un verdadero mal de altura que entumece los miembros y las emociones.
No es un texto fácil. Lo que empieza como una comedia, con karaoke incluido. Con el relato de una ruptura amorosa entre calles desiertas mojadas por la fina lluvia. Escenario idílico y de postal para el desamor, roto por la imagen de un vagabundo orinando en plena calle. Eso rompe la postal, rompe el momento instagrameable. Al final eso es lo que preocupa más al personaje encarnado por un inmenso Francesco Carril. Es difícil encontrarle un pero a la interpretación de Francesco, nos tiene ya mal acostumbrados. Lo mismo se puede decir de Fernando Delgado-Hierro, actores con un punto exquisito para la comedia y el drama, y a los que hay que seguir de cerca pues no decepcionan. Les acompañan Ángela Boix y Luis Sorolla quienes no se quedan atrás en la composición de estos desvalidos treintañeros que no son capaces de ver más allá de lo que ocurre delante de sus narices.
Quizá el montaje peca de contagiar tanto desapego y tanta desazón que el espectador acaba poniendo demasiada distancia de los personajes y las historias que pretenden contar. Ninguno escucha al otro, ninguno se preocupa ni lo más mínimo ante confesiones de acciones terribles, impasibles y erráticos ante la vida. Esa sensación acaba haciendo mella en el público que observa con bastante confusión lo que se le cuenta. La música juega un papel importante, aunque se abuse un poco del recurso musical.
Deja El mal de la montaña un sabor extraño. Quiero pensar que es lo que persigue. Contagiarnos de ese desconcierto, de no saber si estamos en un hogar acogedor o en un descampado inhóspito. De no saber si alguien nos escucha o si somos capaces de escuchar al semejante. Si eso es lo que quiere provocar, lo provoca y con creces.
Crítica realizada por Moisés C. Alabau.