Lo fingido verdadero, quizá la obra más singular de Lope de Vega y muy poco representada, llega al Teatro de la Comedia de Madrid bajo la dirección de Lluís Homar y la brillante interpretación de Israel Elejalde al frente de un solvente elenco.
Lo fingido verdadero es una pieza difícil que se organiza como un tríptico y en la que cada acto o jornada se adhiere a un género distinto. Con ello parece que Lope hubiera pretendido contentar al público ecléctico que se reunía en las corralas para disfrutar sus obras. Fueran nobles, soldados, plebeyos, mujeres, clérigos, letrados o analfabetos, cada uno habría encontrado en esta pieza algo en lo que recrearse. Los tres hilos narrativos ambientados en la Roma del siglo III de Diocleciano, presentan un drama histórico, una comedia metateatral (teatro en el teatro) y una comedia de santos con la conversión y martirio de San Ginés, actor y patrón de actores.
La obra, en palabras de su propio director, tiene algo de despropósito. Los temas y los géneros transitan sin solución de continuidad. Es una apuesta arriesgada que Lluís Homar ha decidido acometer con notable buen resultado. No obstante, su director ha demostrado valor no solo en la elección de la pieza, sino también en su concepción formal. El texto se presenta al espectador crudo. Homar ha optado por descontextualizar temporalmente la escenografía y ampliar el arco de movimiento de los actores a todo el teatro adelantando el proscenio hasta la primera fila. Esta apuesta por transgredir el clasicismo llega hasta el vestuario que se muestra contemporáneo aunque atemporal.
La apuesta es dura. Aunque el verso de Lope de Vega es ágil, a diferencia del gusto de alguno de sus coetáneos, exige al espectador actual un periodo de transición para adaptar la comprensión del texto a la métrica y a las necesidades de la rima. Sin embargo, esta pieza no concede periodo alguno de adaptación y la culpa es de Lope, no de Homar. La obra, arrastrada por su propia ambiciosa estructura, arranca desde el primer minuto sumergiéndonos en una acción rápida y cargada de contenido. En este punto la ausencia de un elemento visual al que asirnos para la contextualización impide que la comprensión de la trama sea natural. No hay rastro en la escena de la Roma del siglo III, ni del barroco de origen. La escenografía, obra de José Novoa, es minimalista, elegante y sobria, salvo en el tercer acto que se desenvuelve con una belleza mística. Todo en este montaje es atemporal, pese a que la obra tiene un extraordinario peso histórico.
El juego de géneros y roles que se plantea en escena tampoco facilita la inmersión. Homar abraza a las costumbres del siglo XVII pero en un espejo invertido. Aquí no hay jóvenes púberes representando papeles femeninos, sino mujeres representando el rol de soldados y emperadores. La propuesta, sin duda, suma y enriquece. El trabajo de Montse Díaz o Silvia Acosta en este punto son brillantes, aunque exijan un pequeño esfuerzo adicional de contextualización.
No obstante, superado esa breve desubicación inicial, lo que se sucede durante las siguientes dos horas es un homenaje al verso de Lope y una declaración de amor hacia el teatro y al teatro de la propia vida en la que los límites entre lo real y lo aparente se superponen.
Lo fingido verdadero tiene tantos subtextos y mensajes como personajes y todos confluyen reveladoramente en la tercera jornada, cuando el protagonista del segundo y tercer acto, el actor Ginés (soberbio Israel Elejalde) deja de interpretar la escena para encarnarse en su personaje y vivir en sí y en primera persona una conversión religiosa que le condena a la pasión y la santidad. El juego especular de realidad y teatro al que hemos asistido durante los dos actos previos concluye en él. Lo fingido se torna realmente en verdadero y así lo sella el propio emperador Diocleciano: “pues morirás en comedia, pues en comedia has vivido”.
El protagonista absoluto de esta pieza es el propio teatro que se muestra atemporal y eterno. Con esa premisa el peso y la gloria del montaje deben soportarlo en justa lógica el elenco. Lluís Homar ha elegido para este reto a quince actores que fluyen orgánicamente pese a los obstáculos que Lope les presenta y resuelven el desafío sobresalientemente.
Israel Elejalde logra crear inflexiones sutiles en su forma de decir el verso que le permiten construir dos personajes claramente distinguibles. Uno es Ginés, el segundo es el personaje representado en escena por el propio Ginés. Es fascinante ver y distinguir sin transición los dos personajes, el que Elejalde construye y el que construye su personaje. La voz y la gravedad de su presencia son magnéticas y hacen de él un actor imprescindible y añorado en el clásico.
Brillan igualmente Álvaro de Juan y José Ramón Iglesias, que construyen personajes carismáticos con gran comicidad. María Besant sorprende con una Camila enigmática y elegante y a su lado Aisa Pérez construye una Marcela enérgica, carnal y decidida. Es igualmente obligado citar el arco que desarrolla el personaje de Diocleciano representado por un Arturo Querejeta siempre solvente pese un inoportuno quiebro en la voz.
Aunque la experiencia escénica que propone Homar honra la pieza, su significado y a su autor, no es para todos los públicos. Esto se hizo patente al final de la representación. El aplauso fue tímido y desconcertado, para sorpresa de quien escribe. Hubo algo en el texto o el montaje que se perdió entre el escenario y la platea. Tuvo que ser sutil, pero lamentablemente algo no llegó a todos los espectadores.
En definitiva, Lo fingido verdadero de Lluís Homar, es como el teatro y como la vida misma. Una representación llena de aristas y quiebros, de conversiones y desengaños, de pasión y belleza. Un gran montaje que tiene un arranque difícil y una conclusión reveladora.
Crítica realizada por Diana Rivera