Estrena temporada el Teatre Nacional de Catalunya con nueva directora artística. Carme Portaceli, la primera mujer en dirigir el teatro, también estrena obra, dedicada a La Víctor C. Nos trasladamos, por tanto, a la época del modernismo catalán para conocer a la escritora de L’Escala y a su obra.
El año pasado comenzó parte de su homenaje con la representación en la Sala Petita de Solitud, una de sus obras más conocidas, dirigida por Alícia Gorina. Pero en esta ocasión, Anna Maria Ricart ha tomado referencias de su biografía y de su bibliografía para crear un multiverso de realidad y ficción en el que se van sucediendo algunos de los personajes que conocieron a la Albert y algunos de los que su mente creó.
Portaceli dirige con maestría un cuento biográfico con la figura central de Caterina, que vive entre la realidad y la ficción de su propia obra siempre desde el mismo lugar, la cama de su habitación. Descubrimos a la mujer detrás del pseudónimo Victor Català con su carácter, su simpatía y su filosofía de la vida gracias a una extraordinaria Rosa Renom que está espléndida. Acomodada en la cama y en su personaje, la Renom vía Albert nos hace reflexionar, nos hace reír y nos acerca, de una forma tremendamente natural, a la escritora.
El resto de elenco, que aparecen y desaparecen como satélites alrededor de la protagonista, mantienen la misma calidad actoral. Son los que o conviven con ella o bien se escapan de su imaginario para representar a las figuras de sus libros. Realmente me apetece mencionar a todos ellos, porque creo que el trabajo que realizan consiguen que esta obra con nombre propio se convierta en una obra coral. Lluïsa Castell, apoyo y contrapunto de la escritora. Anna Ycobalzeta, inconmensurable en su escenificación de Mònica de L’Aleixeta. Oriol Guinart dando vida a Joan Maragall. Manel Sans, Ferran Carvajal y Olga Onrubia intercambiándose entre ambos universos durante toda la función que son los que le dan vida a la Català.
En materia técnica, Paco Azorín se encarga del espacio escénico. Un habitual en el tejido teatral de Madrid, al que Portaceli se trae para que invente el mundo donde vive, piensa e imagina la escritora. Un simple escenario con dos altos muros que sirven de pared, de pantalla y de apertura a los libros de Albert. Flores y libros como decoración. A estos, se suman imágenes creadas por Miquel Àngel Raió y la iluminación de Ignasi Camprodón, que juntos crean un lugar (un hogar) dentro de la sencillez y la mínima expresión que se complementa y adquiere aún más fuerza con el bien elegido vestuario de Carlota Ferrer.
La Víctor C. es una obra que deja poso, que se degusta casi más en la tranquilidad de la reflexión posterior que en el fervor del momento, cuando uno recoloca todo lo que ha sucedido en el escenario de la Sala Gran. Cuando recuerda los detalles y repara en las sensaciones que se viven encima de las tablas y en las que te ha generado a ti. Cuando piensa en la riqueza de un vocabulario que estamos perdiendo y algunos persiguen mantener. Y, sobre todo, algo que hace esta obra interesante y necesaria es la oportunidad que nos brinda de poder conocer mejor (desde otra mirada) a una de las más prolíficas autoras catalanas de principios del Siglo XX a la que por fin se le da un merecido lugar.
Crítica realizada por Diana Limones