El Teatre Lliure ha acogido la última propuesta de Gabriel Calderón rematando la temporada con uno de sus mejores títulos. Història d’un senglar (o alguna cosa de Ricard) supone un ejercicio magistral de dramaturgia comparada en forma de monólogo para un Joan Carreras en estado de gracia que realiza una interpretación milimétrica y excepcional.
¿Víctima o monstruo? Decía Harold Bloom que solemos disfrutar de Ricardo III como la última parte de la tetralogía histórica de Shakespeare sobre la Guerra de las Dos Rosas. Héroe y villano encarnados por una misma figura que en su taimado ascenso al poder muere en batalla. Esto se hace extensible a la figura del actor y Calderón vincula muy sagazmente los límites de la ambición humana en ambos ámbitos: el campo de batalla y la avidez y deseo de un intérprete por encarnar un “gran” personaje. Este acortamiento de distancia entre actor y rol protagónico evidencia una inteligencia y perspicacia del primero no por plausible menos compatible con la tiránica priorización de su deseo de glorificación artística.
Autor y director siempre van más allá y consiguen la reflexión más impactante, persuasiva y emotiva sobre en qué consiste y qué conlleva hacer teatro a día de hoy. Sin nombrar en ningún momento el estadio pos-pandemia en el que nos encontramos, Calderón es capaz de realizar un paralelismo alusivo e implícito entre la imperiosidad de y en tiempos de Shakespeare por hacer teatro en un contexto de prohibición (plagas, persecución e inferioridad de posibilidades) con el capítulo social, histórico y político actual. Una mirada incisiva hasta el tuétano y al mismo tiempo luminosa y llena de esperanza hacia el presente y el futuro del teatro y las artes escénicas. La diatriba más satírica y sangrante contra todos los obstáculos (físicos, mentales, burocráticos e intermediarios) resulta realmente fulminante.
La interpretación de Carreras lo alcanza todo. Sería fácil (y es de justicia) deshacerse en elogios ante un trabajo de profundización semejante. La demostración de la capacidad de síntesis y esencialización de todo lo aprendido y asimilado hasta ahora en una trayectoria que ya se cuenta por décadas es sublime. Casualidades (o no) del destino, todavía recordamos su interpretación de uno de los villanos más feroces del bardo. Fue en 2001 que se estrenó Titus Andrònic en la sede de Gràcia y allí nuestro compañero de viaje hizo maravillas con Aarón. Lo que en la pieza era acción e instinto por encima de cualquier atisbo de reflexión, aquí es lo opuesto sin caer nunca en lo discursivo. El dominio del lenguaje escénico es rotundo, tanto desde la defensa del texto e idioma (magnífica y adecuada traducción de Joan Sellent que comprende perfectamente el original) como de lo físico y de la interacción con todas las disciplinas que configuran el diseño y el lenguaje interno del espectáculo. La naturalización de las réplicas y reacciones acerca toda la oratoria del autor y a una aparente ilusión de espontaneidad e improvisación. Algo francamente glorioso.
Una labor que aprovecha e integra las posibilidades expresivas y estéticas que facilita la escenografía de Laura Clos y la iluminación de Ganecha Gil. Una tramoya en miniatura y a escala de lo que veríamos en un gran espacio que permite al intérprete un juego con cuerdas y diversos elementos para simbolizar también las dificultades que conlleva desarrollar una propuesta de principio a fin. Ese salto mortal y sin red. La integración de los momentos más introspectivos con la interpelación directa al público es otro de los puntos fuertes de la propuesta, así como el vestuario de Sergi Corbera y la caracterización de Núria Llunell. La transformación en directo que diseñan para el actor/personaje (el real y el protagonista de la pieza) es inestimable, así como la simplicidad pero efectividad para mostrar la evolución figurativa del teatro isabelino hasta el de nuestros días. El espacio sonoro de Ramón Ciércoles termina de difuminar las fronteras entre el espacio real de la representación y el más interior o alegórico de la pieza.
Finalmente, resulta apabullante la capacidad de Calderón y Carreras para alcanzar la excelencia tanto en la dramaturgia/dirección de la pieza como el traspaso y reciprocidad para y con el intérprete. Juntos consiguen realizar un comentario de texto dramático transversal y virtuosamente hilvanado sobre texto original, personaje, oficio, profesión, incidencia, sublimación… Mostrando anversos, reversos y cualquier punto de vista posible y en apariencia contradictorio en un mismo plano discursivo y abrazándolo todo desde una humanidad no idealizada y una renuncia de la mediocridad parásita que bordea los límites de lo moralmente admisible. En definitiva, el espectáculo por el que ambos serán recordados como maestros de maestros en sus respectivas especialidades. Un triunfo.
Crítica realizada por Fernando Solla