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25.05.2021 Críticas  
Érase una vez

El hombre almohada, reconocida obra del dramaturgo inglés Martin McDonagh, estrenada originalmente en Londres en 2003, llega a los Teatros del Canal de Madrid en una adaptación también dirigida por David Serrano protagonizada por Belén Cuesta, Ricardo Gómez, Juan Codina y Manuela Paso.

“Me gusta escribir porque se aprende a mentir”, es una de las muchas frases que años ha pronunció en la gran pantalla Catherine Tramell. Sentencia que desde entonces recuerdo cada vez que una ficción gira en torno al mundo de la literatura, haciéndome interrogar quién intentará confundirme, si su autor, su personaje o ambos, y en qué momento llegará el plot twist que desencadene la espiral de interpretaciones, filtros y prismas que hagan que la verdad resulte algo tan cercano y evidente como imposible de ver y comprender.

El hombre almohada retuerce esa prevenda aún más con un inicio distópico en el que se entremezclan los fantasmas del totalitarismo con referentes narrativos como Fahrenheit 451, Un mundo feliz o 1984. Un lugar en el que los policías encarnados por Juan Codina y Manuela Paso amenazan a Katurian, la escritora interpretada por Belén Cuesta, con destruir los más de cuatrocientos cuentos que ha escrito a lo largo de su vida si no confiesa su relación con unos crímenes que parecen calcos de algunas de sus creaciones. Para presionarla, le cuentan que su hermano, un barbudo Ricardo Gómez, esa persona especial que constituye el único miembro de su familia, está siendo supuestamente torturado en una dependencia anexa.

Una atmósfera angustiosa muy bien conceptualizada por la escenografía plástica y subterránea de Ricardo Sánchez Cuerda y la iluminación oscura y opresiva de Juan Gómez Cornejo en la que vagamos entre la realidad y lo imaginado mediante intersecciones de teatro de máscaras y audiovisuales (firmados por Emilio Valenzuela) que nos introducen logradamente en la esencia de unos relatos que, a pesar de su carácter supuestamente infantil, resultan crueles y atroces. Así es como progresivamente el planteamiento despótico torna en una deriva terrorífica digna del más tenso y angustioso thriller.

Una propuesta dramatúrgica en la que se intuye un texto retador y sugerente, lleno de potencialidades, pero también exigente para conseguir materializar todas sus posibilidades. Senda que inicia la puesta en escena, pero las expectativas no se llegan a ver plenamente cumplidas. El expresionismo de las interpretaciones está mas bocetado que definido, lo que hace que la historia evolucione de manera lineal, sin aprovechar sus muchos meandros sobre el maltrato infantil, el abuso policial, el poder sanador pero también ocultista de la creatividad, así como las influencias, confusiones y paralelismos entre lo verdadero y lo imaginado.

A su vez, las puntuales comicidades, quizás concebidas con intención de liberar tensión, distraen la atención, convirtiendo lo angustioso en coqueteos con el melodrama, la insinuación de lo gore y el desasosiego psicológico. Habrá a quien le llene esta aproximación amable de David Serrano que respeta la pasividad de quien no quiere involucrarse, a otros, en cambio, nos pedía una apuesta más negra y retorcida, con la que disfrutar sufriendo, situándonos frente a frente con nuestros propios demonios sin posibilidad de escapatoria.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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