La temporada madrileña debería ser celebrada por haber acogido La mujer más fea del mundo en las Naves del Español y Sucia en el Teatro de la Abadía, simultáneamente, siendo una celebración de la mujer, de la irreverencia y de sus autoras Bárbara Mestanza y Ana Rujas.
Sobrecogido, cariacontecido y agradecido estoy de haber asistido en la misma semana en la que el trabajo me sale por las orejas y los niveles de ansiedad y debilidad mental se han disparado, a esta sesión doble improvisada de dos Mestanzas (porque sí, porque esto se merece ya la adjetivación). Sucia me vapuleó y saltaron los resortes de baúles que hacía mucho que no abría, y La mujer más fea del mundo con Ana Rujas, me hizo celebrar el caos, la imperfección y la depresión compartida porque ya que estamos hundidos en la mierda, qué mejor que compartirlo con las amigas.
La mujer más fea del mundo, de Ana (Rujas) y Bárbara (Mestanza), en la dirección y compartiendo dramaturgia, es la historia de dos amigas, como podría ser la mía y la de Á., en la que Ana Rujas se desdobla en las vivencias de ambas y folla en los baños de una disco con señores, esnifa cocaína cortada con la tarjeta de la Seguridad Social, o se postra 12h en el suelo del baño, sometida a la pesada ley de la gravedad medida, no en newtons, sino en pensamientos tóxicos e inseguridades personales. Sus coqueteos con el suicidio y la autodestrucción del cuerpo son los mismos con los que tanto yo como la mayoría de la platea ha jugado y se ha emocionado al verlos en escena.
Anna Cornudella al diseño del espacio escénico y Nicolás Montenegro en el diseño de vestuario logran que una Dolorosa reciba al espectador y comience el Via Crucis de una Vírgen casquivana hasta el coño de sentirse una puta basura, con el runrún machacón del abuso en la Arganzuela y del maltrato sistemático del sistema patriarcal. La dirección de Bárbara Mestanza convierte a Ana Rujas en una Angélica Liddell vociferante y reivindicativa, alejándose del mirarse el ombligo de la de Figueres para llamar a la revolución y la sororidad, al escucharse entre todas y ser esa amiga Paula a la que sujetar el pelo mientras vomita todo el asco que siente al mirarse al espejo o al recibir el aliento de Jägger de un extraño en la nuca.
Bárbara Mestanza es la voz que no conocía y que ya no quiero dejar de escuchar, porque me habla como a un igual, sin que la tribuna escénica desde la que Ana Rujas se dirige a la audiencia sea utilizada como posición superior o privilegiada sino como la tarima donde bailar borrachas e insultar a extraños en el after. Ya he añadido a Bárbara en la lista de dramaturgas a las que seguir sin que haya sido necesario que Fernando Solla me diese la turra con que si pasaba por Madrid no podía perdérmela. Él conoció antes a Bárbara y la ama, y yo conocí antes a Ana y ya la quería.
La mujer más fea del mundo es el complemento perfecto a que se organizase un festival escénico en el que música de Rigoberta Bandini y el Puta de Zahara fuesen el aperitivo del tetazo con la izquierda que es Sucia (el amigo Lucas Ferreira ya habló del montaje) y el tetazo con la derecha de La mujer más fea del mundo, porque efectivamente no hay nada más bello que mostrarnos como somos, sin filtros, ni pixelados, y que lo más ofensivo sea enseñar la teta y gritarle a alguien que te chupe el pezón. Este montaje es reggaetón teatral, porque la autoestima hasta el cielo, y el perreo, hasta el suelo.
Crítica realizada por Ismael Lomana