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30.04.2021 Críticas  
Juicio a un dios mayor

El Mercat de les Flors de Barcelona ha presentado Bogumer, espectáculo de danza-teatro inclusivo e intergeneracional ideado y dirigido por Vero Cendoya. Una pieza con fuerte carga psicológica y política que trabaja a partir de la idea de la organización del grupo. Individuo versus colectivo y sociedad para una función con una importante aportación e interacción de la puesta en escena.

Entendimiento y mirada hacia la realidad. La creación de Cendoya, en combinación con la dramaturgia compartida con Israel Solà, sitúa y contextualiza a partir del ejemplo coreografiado y viceversa. En esta línea, la danza a partir de la composición y conexión (solos, duetos y grupales) funciona a un doble nivel estético y de credo. Resulta muy interesante recordar anteriores trabajos de la ideóloga del proyecto como, por ejemplo, La partida. Como entonces, la espontaneidad alegórica que se consigue mediante lo se dice y se muestra (y lo que no) es muy representativa, ya que consigue plasmar el comportamiento de los distintos estratos de la población reflejados. La coreografía es hábil y no lo reduce todo a una cuestión de clase sino de comportamiento. Si en el espectáculo anterior se mostraba la actitud de las masas a las que mueve el futbol, aquí se hace lo propio con la clase trabajadora y su relación y (des)vinculación con el poder dominante.

El ritmo de la construcción de patrones de conducta a partir del control. A este respecto, asistiremos a un conjunto de coreografías simétricas y unísonas como puede ser la marcha de un ejército o la férrea disciplina de la gimnasia rítmica (increíble secuencia coreografiada por Isabel Tapias). Por otro lado, también se presentan disidencias a partir de los cuerpos no normativos u homogéneos y la (im)posibilidad o no de la democratización de los mismos. Difusión de incertidumbre para celebrar el acontecimiento del ser, manifestado como obliga la disciplina, por el descubrimiento de la identidad propia del artista, tanto desde su realidad extrínseca como interior al relato dramático. El desarrollo de los momentos colectivos funcionarán a modo de pacto contra la idolatría al dios dinero (o el que sea).

Llegados a este punto, la interpretación de Natalia d’Annunzio, Linn Johansson, Laia Martí Santiago, Jem Prenafeta, Carlos Fernández, Hansel Nezza y Anna Barrachina resulta especialmente adecuada en relación al lenguaje interno de la propuesta. Desde las aptitudes, profesionales y físicas de cada una, consiguen plasmar mediante un acompañamiento y escucha constante la naturaleza y los distintos estados de conocimiento y sentimiento de pertenencia en la creación del grupo. Las aportaciones coreográficas de Fernández (vibrante su solo), Nezza y d’Annunzio suponen momentos destacados de la temporada. La inclusión de las contribuciones de todas las personas convocadas para configurar un resultado final (bailado, objetivado y textual) es también exitosa. El personaje de Barrachina bien podría considerarse una ocurrente variación/oposición del árbitro de La partida. De a diva de la danza clásica o cantante de rock, que hace y deshace a placer, a uno de los personajes más profundos y catalizadores del discurso.

Revolución y toma de consciencia del oprimido. Normalización de la reivindicación. Transversalidad entre movimiento y palabra. Relatividad y (des)encorsetamiento de lo abstracto y lo corpóreo o circunscrito por las palabras o el lenguaje oral. La condena hacia lo invisible para escapar de cualquier sistema de control (en verdad, todos como una perpetuación del mismo) que usa y abusa de nuestros cuerpos indiscriminadamente. Dios-política-trabajo relacionados con un cuerpo que los sufre y al mismo tiempo canaliza y expulsa. La puesta en escena está ideada y adecuada con total vinculación a las diversas connotaciones de la idea principal y transversal. La escenografía, en combinación con la fantástica iluminación (ambas de Cube.bz), limitan/delimitan y al mismo tiempo expanden el espacio, tanto físico momo mental y connotativo. El impresionante espacio sonoro de David Solans y la ubicua y estimable composición musical de Adele Madau refuerzan sin redundar ni repetir y distinguen el resultado final de la propuesta, así como el vestuario de Pau Aulí, que nos sitúa y ayuda a dibujar el contexto de cada personaje con total naturalidad dentro del conjunto.

Finalmente, Bogumer (o fills de Lunacharsky) nos sitúa frente a una pieza de danza con estructura marcadamente teatral. Cómo se puede establecer una línea narrativa propia y particular a partir del juicio a Dios, por parte de los bolcheviques y tras la Revolución Rusa, trabajando a partir de las posibilidades y casuísticas de los distintos cuerpos y disciplinas convivientes es algo digno de admirar. La transformación en personajes dibujados a partir de las variantes conjugadas que ofrece la diferencia corpórea y multidisciplinar y una presencia potente y muy impactante de las categorías técnico-artísticas elevan este espectáculo y lo asientan como un peldaño importante dentro del recorrido escénico de Cendoya.

Crítica realizada por Fernando Solla

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