Siguen los grandes montajes en la temporada del Teatro de la Zarzuela de Madrid, y por fin se estrena Benamor, la opereta en tres actos dirigida por Enrique Viana, que desde que fue anunciada, con su juego de géneros e identidades enredadas, prometía ser el proyecto ideal para el intérprete más travesti del género chico.
Ispahán, antigua capital de Persia, siglo XVI. El Sultán Darío (Carol García) quiere casar a su hermana, la princesa Benamor (Vanessa Goikoetxea), y para ello acuden tres pretendientes: el persa Rajah-Tabla (Gerardo Bullón), el francés Jacinto (Gerardo López), y el español Juan de León (Damián del Castillo). La madre del Sultán y la princesa, Pantea (Amelia Font) pide ayuda al Gran Visir Abedul (Enrique Viana) para impedir que ocurra el enlace, pues ella trucó los destinos de sus hijos desde el nacimiento, habiendo nacido Benamor con sexo masculino, y Darío, con femenino, pero criados en las identidades normativas contrarias, para salvar sus vidas.
Si ubicamos en el tiempo la creación de Benamor, estrenada en el Teatro de la Zarzuela en 1923, parece arriesgado para la época plantear al público un espectáculo de travestidos, géneros cambiados, y atracciones sensuales ambigüas. La música de Pablo Luna, dirigida por José Miguel Pérez-Sierra, y el libreto de Antonio Paso y Ricardo González del Toro, aquí versionado por Enrique Viana, hacen de Benamor una zarzuela atípica y curiosa, que sobre el escenario, a pesar de sus 130 minutos, divierte y entretiene, con una excelente y espectacular escenografía de Daniel Bianco, el colorido vestuario de Gabriela Salaverri, y una muy buena iluminación como ya acostumbra Albert Faura, y coreografía de Nuria Castejón, que en Benamor tiene su culmen en la Danza del Fuego, La Mitra refulgente, del final del segundo acto.
No quiero ocultar mi decepción en el resultado final del juego que planteaba Benamor, trasladando al escenario el actual discurso de identidades de género; en 1923 el jugueteo leve y picarón podría haber ofrecido en el 2021 una auténtica revolución escénica, y hasta una representación y concienciación en un público tan tradicional como el de la zarzuela. Nadie se ha mojado con la falsa identidad trans de los personajes protagonistas de Benamor, ni empezando siquiera por haber roto la tradición de que sean interpretados por una mezzosoprano y una soprano. Muy seguramente sea aún muy difícil encontrar en la lírica intérpretes trans con toda la riqueza que supondría para el género los registros vocales y las modulaciones, y quizás se ha intentado, pero haber radicalizado la propuesta de Benamor siendo interpretada la princesa aún por un hombre cis, hubiese sido un éxito.
La decepción no quiero que empañe que Benamor es realmente divertida, aunque se use en extremo el amaneramiento impostado de chiste de mariquitas del siglo pasado como recurso cómico; las expectativas son mias, y debo gestionarlas propiamente. Los interludios monologados de Enrique Viana son dignos de merecer un salto teatral en solitario y presentarlo como espectáculo cabaretero, porque Viana es un valor a conservar y un artista que aún no tiene relevo generacional. En todo proyecto zarzuelero donde Enrique Viana ha estado involucrado, y en toda temporada del Teatro de la Zarzuela su presencia es perenne, he aprovechado para lanzar la propuesta de una zarzuela travesti, que ya que Benamor no ha podido ser, espero que algún libretista contemporáneo se atreva, y tres nombres (o quizás cuatro, si aprovechamos el carisma del Lamparilla de Borja Quiza en El Barberillo de Lavapiés), deben estar presentes: Enrique Viana, Ángel Ruiz y Jorge Usón. Hay mucho de talento a raudales, riqueza de registros, calidad vocal y personalidad hipnótica que una zarzuela nocturna y alevosa necesitan.
Toda la temporada actual del Teatro de la Zarzuela, aunque ha perdido el riesgo de pretéritas, caminando siempre sobre seguro (la mano negra conservadora intuyo por detrás), está sorprendiendo por el despliegue visual y proyectos mastodónticos que acercan nuevos ojos y nuevas atenciones. En Benamor ya hay más juventud y lozanía entre el público, que en, por ejemplo, La vida breve, sin llegar, obvio, a los Amores en zarza, y aunque el espíritu rebelde y popular del Teatro de la Zarzuela aún no esté preparado para ser la tribuna de nuevas identidades, Benamor es la primera baldosa amarilla del camino que lleva al arco iris.
Crítica realizada por Ismael Lomana