La Peleona se pasa al pugilismo aviar en el Teatre Eòlia de Barcelona. Con Kentucky ha muerto nos ofrece la que posiblemente sea la gamberrada mejor tramada, sensata y escrupulosa hacia la realidad en la que las gallinas (y los pollos) del siglo XXI vivimos inmersas. Una fábula contemporánea tan salvaje como concienzuda y espectacularmente interpretada.
Resultaría muy interesante repasar la trayectoria de esta compañía espectáculo tras espectáculo hasta llegar al que nos ocupa. Lo dejamos para otra ocasión, pero solo hace falta haber visto las distintas creaciones para darse cuenta de que la entidad y el compromiso están más que presentes. Con Kentucky ha muerto retomamos aquella maravillosa sensación de no poder valorar por separado cada una de las disciplinas artísticas y/o técnicas que forman parte del resultado final porque la adecuación entre forma y contenido las alinea con una puntería fantástica y congruente. El teatro como acto comunicativo cobra sentido con una pieza en la que todos los elementos de este intercambio intervienen con igual relevancia, desde el emisor hasta el receptor y el mensaje, pasando por código, canal y contexto. En este caso, a través de un lenguaje interno que toma la forma genérica de la fábula silvestre (valga la paradoja, tratándose de un corral/criadero) y desacomplejada.
Ocurría en Estat Decepció y aquí sucede de nuevo. Carla Torres distorsiona formal (que no fehacientemente) la realidad del sistema capitalista y su incidencia material, física e ideológica en el sector obrero. En este caso, la condescendencia no tiene cabida y el escarnio alcanza el máximo protagonismo. Reflexión y debate generados en cada réplica y por alusiones paralelas, ilimitadas y, a la vez, reveladoras. Llevando lo absurdo hacia sus límites más insospechados retomamos la necesidad de dialogar con el presente, aparcando la autocensura y llamando a las cosas por su nombre. ¿Qué pasaría si un Calderón de la Barca y un Ramón María Del Valle-Inclán, por ejemplo, se auto-recetaran sendos tripis y se encontraran halfway para reírse el uno del otro? ¿Y si en su alucinación en verso y rimada se los tragara el cartoon más desbocado y fuera de control de Aardman Animations? Si ya corporeizados en el universo de Chicken Run (Nick Park, Peter Lord, 2000), Wallace y Gromit o La oveja Shaun su acento se transformara en andaluz y perpetraran una rave en un corral para, a continuación, aparecer el tándem formado por Pink Floyd y Alan Parker en The Wall (1982) para hacer de las suyas, la carga ideológica derivaría hacia la sátira o burla más mordaz y sangrante. Negativa más que factible hacia el posicionamiento imperialista y racista de las grandes corporaciones alimenticias (en sentido literal y figurado) para las que producimos y que nos desmiembran y ofrecen nuestros cuerpos desmenuzados y triturados a nuestros iguales (una vez ya no podemos o queremos seguir en la rueda) para que nos devoren mientras parecen pedir a gritos la resurrección de una nueva Britania (aquí Kentucky) pura y todopoderosa, panacea del placebo más improbable.
Qué pasaría no, sino ¿qué pasa? Como también sucedía en Broken Heart Story aunque con un enfoque muy diferenciado, se introduce en la historia y en la estructura narrativa y dramática la realidad presente del artista. En este caso, y como pollo que va hacia el matadero, esta figura persiste y resiste. Reivindicando su profesión desde dentro como si de una huelga a la japonesa se tratase, la elección de la gallina o pollo no resulta inofensiva o azarosa. En una cadena de producción aviar la segregación por sexo también existe. El polluelo no puede incubar así que es descartado mientras que la polluela sí es valida y pasa a la siguiente fase de explotación. De nuevo, la potencia de la fábula dramatúrgica del aquí y ahora de Torres, que se extiende al terreno de la creación y dirección (también de Torres y Clara Manyós) con y de intérpretes. La propuesta consigue en lo coral su mayor baza, ya que el equilibro protagónico es tan proporcional para las actrices y actores como para el resto de participantes. Berta Graells, de nuevo Torres y Manyós, Carles Goñi, Eloy Pazos, Patrícia Mendoza y Ruth Talavera catapultan la pieza hacia la fiesta que realmente es. Estableciendo dinámicas y roles por parejas y grupos, encarnarán a las dos bandas rivales: los huevos insumisos (revolucionarios y no natos) versus las gallinas ponedoras y picajosas. Cada «gallina» en particular aportará lo mejor de sí misma y engrandecerá el resultado final y conjunto. Sabia la decisión de no imponer o repartir los roles o personajes en función del género del intérprete, ya que todos encuentran una manera particular de expresar al ave que llevan dentro con unos niveles de excelencia que rozan la interpretación total y que nos hace desearles a todas y todos su propio spin-off.
La escenografía de Anna Tantull aprovecha las dimensiones del espacio y ofrece un continuo de objetos y mobiliario que facilitan el movimiento expansivo de los protagonistas. En todo momento suceden cosas en escena y todas y todos están realizando alguna acción performativa, más allá de su intervención o réplica directa. La caracterización y el maquillaje son fantasía pura, algo que nuestras compañeras de viaje aprovechan para reforzar las interpretaciones todavía más si cabe. Todo está ahí por algún motivo y cada decisión tiene su porqué. El diseño de luces de Quim Albora es minucioso y cómplice y cuando se hermana con la composición musical de Jordi Cornudella, lo electrónico llega a otro nivel, entre sublime y delirante. Materiales y texturas que alcanzan una potencia visual y cromática impactante y que llevan el uso de lo estroboscópico prácticamente hasta lo extático. El espacio sonoro de Alejo Alevis naturaliza todas estas transiciones y crea un sonido ambiente que instantáneamente nos traslada al lugar ficticio y fabulado, al mismo tiempo que traza un paralelismo auditivo y urbano. Destacamos el diseño de vestuario de Zaida Crespo, que magnifica de un modo asombroso el uso y aspecto de las piezas que utiliza así como su modificación, apoyando al mismo tiempo al juego del disfraz y la verosimilitud. Si esto fuera un espectáculo surrealista (¿por qué no?), ¿quién nos dice que las franjas de esas toallas no serían alegoría de los pijamas/uniformes de rayas como los que podríamos llevar en un campo de concentración? Ojito, con La Peleona que es un hueso duro de roer.
Y, por supuesto, el movimiento escénico de Graells (con asesoría de Vero Cendoya). Imprescindible para que todo cobre el (sin)sentido necesario que finalmente vemos. La entrega e integración de la fisicidad en las interpretaciones es total e imperturbable de principio a fin (a prueba de cervicales), tanto como el acento y los chistes o chascarrillos. El diseño para cada cual potencia las aptitudes y expresividad corpórea propia y ayuda a diseñar una personalidad definida para cada una de las figuras convocadas, ya sea huevo o gallina. Movimientos de una imaginación desaforada y completamente maravillosa se mire por donde se mire. Acertada y muy bien gestionada, por otro lado, la ruptura de la cuarta pared y la inclusión del público de principio a fin. Por último, y ya que se trata de un espectáculo de compañía, mención para la ayudantía de dirección de Eu Manzanares y Carmela Poch. En conjunto y viendo adecuación semejante nos resulta increíble pensar que pueda haber otra opción de puesta más cuidadosa y cercana para esta propuesta. Realmente, se ha manufacturado un espectáculo que si los circuitos de exhibición lo permiten debería estar destinado a generar un fenómeno fan importante.
Finalmente, podemos afirmar que Kentucky ha muerto nos representa. A todas las plumíferas (aves o no) a las que nos gustaría tener la posibilidad de volvernos a meter dentro del cascarón para por lo menos optar a decidir si queremos formar parte de este mundo que nos rodea. De puertas hacia fuera del espacio teatral la respuesta es, por lo menos, dudosa. Hacia dentro es un sí. Rotundo. Porque La Peleona es una compañía con una línea de creación rigurosa e inquebrantable que redondea sus espectáculos consiguiendo que todos los elementos y facetas que intervienen vayan en la misma dirección con una honestidad minuciosa y comprometida tanto hacia el desarrollo de su oficio como hacia la sociedad a la que desenmascaran. Y porque con esta función nos ofrecen una de las demostraciones escénicas más representativas que podemos encontrar en la cartelera de que cuando se tiene algo que decir y la capacidad para vehicular y generar discurso a partir de la manifestación artística en cualquiera de sus múltiples disciplinas, el éxito es una realidad palpable. A la salida volveremos a nuestro Kentucky con la cabeza gacha y, como estos pollos, seguiremos bien jodidos pero… ¡Qué bien sienta la visita a tan particular y maravilloso KFC! A ver quién vuelve a comer pollito ahora.
Crítica realizada por Fernando Solla