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12.03.2021 Críticas  
Dos comediantes de altura

El Maldà de Barcelona se ha convertido en hogar de una propuesta que sitúa las artes escénicas como uno de los oficios más nobles que existen. El bon policia recupera y revalida la importancia de la obra de Santiago Rusiñol como reflejo y vituperio de la sociedad que representa, además de posicionar al tándem formado por Ricard Farré y Arnau Puig como inefable pareja cómica.

Resulta imposible no recordar el exitoso montaje de Les dones sàvies que pudimos disfrutar en este mismo espacio en diversas ocasiones desde 2016 y en gira. Sobretodo por su fidelidad espiritual, plagada de transgresiones figurativas, y la reflexión tanto intrínseca como explícita sobre cómo desde la cultura se pueden combatir los despropósitos del poder dominante. Partiendo de un manuscrito original, al que se (des)viste a partir de una dramaturgia propia e insólita, lo que puede parecer una comedia de enredos plagada de situaciones tronchantes se convierte en un retrato cristalino y escarnecedor sobre lo caprichoso de la justicia y la arbitrariedad clasista y social plagada de prejuicios.

Como entonces la totalidad de personajes son interpretados por dos histriones de excepción. En este caso, Farré i Puig dan rienda suelta a sus capacidades interpretativas llegando a un nivel de excelencia y virtuosismo realmente admirable, no por acreditado menos sorprendente. Ambos han diseñado una dramaturgia que recoge el testigo de Rusiñol y al mismo tiempo parece dignificar el costumbrismo hasta acercarlo a su vertiente más auténtica y vocacional. De este modo, esa voluntad e intención de situarse en el terreno del oficio artesanal defiende y reivindica (de forma literal también en el texto) la función e importancia de las artes escénicas para con la comunidad. Dos líderes del pos-modernismo teatral autóctono como Santiago lo fue del modernismo en su momento. La adecuación a registros y códigos tanto del lenguaje verbal como del escénico es espectacular, así como la asimilación del movimiento de Aida Llop.

El polifacético abanico de oficios que se mencionan y representan en esta función son también reflejo simbólico de los muchos a los que dedicó su vida/faceta artística el autor original. En su caso, y además de dramaturgo, pintor, periodista o coleccionista. Un lenguaje interno que se refuerza también a partir de lo estético. La escenografía de Enric Romaní, en combinación con la iluminación de Adrià Aubert, presenta un fantástico artefacto en forma de retablo y que además sirve para ayudar a unificar los tres actos del original en uno solo. El juego y dinamismo que ofrece gracias a la posibilidad de los recovecos más insospechados es realmente excelente y propicia las entradas y salidas hasta situar el enredo en un espacio con constantes entradas y salidas. Un «auca» maravilloso como lo es también el de personajes, cuya constante y acelerada transformación se ve apoyada por el vestuario de Carlota Ricard Amenós y por la caracterización de Àngels Palomar i Marquès.

Una propuesta que debe ser valorada también desde la actualidad más punzante. Este relato dramático habla también de supervivencia en tiempos de crisis y la pareja de artífices consigue superar la dificultad mayor a la que se enfrenta esta pieza: la contemporaneidad. Con la que está cayendo, constatar que lo que se explica y denuncia es prácticamente un listado de lo que encontramos fuera del teatro consiguiendo que no se nos hiele la sonrisa y se mantenga la carcajada de principio a fin es más que loable. Esto sucede, también, gracias a un equipo que consigue rentabilizar al máximo y desde todas las disciplinas los recursos sin reducir ni un ápice el desarrollo artístico. ¡Bravo!

Finalmente, nos encontramos ante una propuesta que sabe qué teclas tocar y cuáles mantener pulsadas para conseguir una pieza artesanal, genuina y útil. Reflejo y al mismo tiempo desahogo de y hacia nuestra realidad socio-político-cultural más inmediata, resulta un acierto de principio a fin y desde cualquier prisma analítico. Un Rusiñol re-loaded que se convierte también en dardo envenenado hacia el presente que vivimos. Una manera inteligente y acertada de reivindicar la valía y perspicacia de un autor (y su obra) al que no siempre se le sabe exprimir todo el jugo ni establecer el juego entre el porqué de entonces y el de ahora. Aquí esto sucede durante setenta minutos que se transforman en un continuo y galopante momento álgido guiado por las sabias riendas de dos intérpretes-dramaturgos en constante estado de gracia.

Crítica realizada por Fernando Solla

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