El Maldà de Barcelona se ha convertido en hogar de una propuesta que sitúa las artes escénicas como uno de los oficios más nobles que existen. El bon policia recupera y revalida la importancia de la obra de Santiago Rusiñol como reflejo y vituperio de la sociedad que representa, además de posicionar al tándem formado por Ricard Farré y Arnau Puig como inefable pareja cómica.
Resulta imposible no recordar el exitoso montaje de Les dones sàvies que pudimos disfrutar en este mismo espacio en diversas ocasiones desde 2016 y en gira. Sobretodo por su fidelidad espiritual, plagada de transgresiones figurativas, y la reflexión tanto intrínseca como explícita sobre cómo desde la cultura se pueden combatir los despropósitos del poder dominante. Partiendo de un manuscrito original, al que se (des)viste a partir de una dramaturgia propia e insólita, lo que puede parecer una comedia de enredos plagada de situaciones tronchantes se convierte en un retrato cristalino y escarnecedor sobre lo caprichoso de la justicia y la arbitrariedad clasista y social plagada de prejuicios.
Como entonces la totalidad de personajes son interpretados por dos histriones de excepción. En este caso, Farré i Puig dan rienda suelta a sus capacidades interpretativas llegando a un nivel de excelencia y virtuosismo realmente admirable, no por acreditado menos sorprendente. Ambos han diseñado una dramaturgia que recoge el testigo de Rusiñol y al mismo tiempo parece dignificar el costumbrismo hasta acercarlo a su vertiente más auténtica y vocacional. De este modo, esa voluntad e intención de situarse en el terreno del oficio artesanal defiende y reivindica (de forma literal también en el texto) la función e importancia de las artes escénicas para con la comunidad. Dos líderes del pos-modernismo teatral autóctono como Santiago lo fue del modernismo en su momento. La adecuación a registros y códigos tanto del lenguaje verbal como del escénico es espectacular, así como la asimilación del movimiento de Aida Llop.
El polifacético abanico de oficios que se mencionan y representan en esta función son también reflejo simbólico de los muchos a los que dedicó su vida/faceta artística el autor original. En su caso, y además de dramaturgo, pintor, periodista o coleccionista. Un lenguaje interno que se refuerza también a partir de lo estético. La escenografía de Enric Romaní, en combinación con la iluminación de Adrià Aubert, presenta un fantástico artefacto en forma de retablo y que además sirve para ayudar a unificar los tres actos del original en uno solo. El juego y dinamismo que ofrece gracias a la posibilidad de los recovecos más insospechados es realmente excelente y propicia las entradas y salidas hasta situar el enredo en un espacio con constantes entradas y salidas. Un «auca» maravilloso como lo es también el de personajes, cuya constante y acelerada transformación se ve apoyada por el vestuario de Carlota Ricard Amenós y por la caracterización de Àngels Palomar i Marquès.
Una propuesta que debe ser valorada también desde la actualidad más punzante. Este relato dramático habla también de supervivencia en tiempos de crisis y la pareja de artífices consigue superar la dificultad mayor a la que se enfrenta esta pieza: la contemporaneidad. Con la que está cayendo, constatar que lo que se explica y denuncia es prácticamente un listado de lo que encontramos fuera del teatro consiguiendo que no se nos hiele la sonrisa y se mantenga la carcajada de principio a fin es más que loable. Esto sucede, también, gracias a un equipo que consigue rentabilizar al máximo y desde todas las disciplinas los recursos sin reducir ni un ápice el desarrollo artístico. ¡Bravo!
Finalmente, nos encontramos ante una propuesta que sabe qué teclas tocar y cuáles mantener pulsadas para conseguir una pieza artesanal, genuina y útil. Reflejo y al mismo tiempo desahogo de y hacia nuestra realidad socio-político-cultural más inmediata, resulta un acierto de principio a fin y desde cualquier prisma analítico. Un Rusiñol re-loaded que se convierte también en dardo envenenado hacia el presente que vivimos. Una manera inteligente y acertada de reivindicar la valía y perspicacia de un autor (y su obra) al que no siempre se le sabe exprimir todo el jugo ni establecer el juego entre el porqué de entonces y el de ahora. Aquí esto sucede durante setenta minutos que se transforman en un continuo y galopante momento álgido guiado por las sabias riendas de dos intérpretes-dramaturgos en constante estado de gracia.
Crítica realizada por Fernando Solla