El Mercat de les Flors ha presentado su Cèl·lula #2 dedicada a Pere Faura. Como pieza central, una reflexión y una despedida. Rèquiem nocturn parte del universo cinematográfico de Bob Fosse para expresar esta muerte artística del coreógrafo barcelonés. Un espectáculo (auto)referencial excelente y que ha llegado en el momento óptimo de su recorrido.
Aunque Faura se centra en la obra fílmica de Fosse no podemos evitar ver a nuestro anfitrión como uno de los personajes más incomprendidos del universo del norteamericano. Hablamos de Pippin, uno de los protagonistas del musical homónimo que se estrenó en Broadway en 1972 y que el coreógrafo dirigió, además de colaborar en la escritura del libreto. Ese mismo año la adaptación cinematográfica de Cabaret triunfaba y forjaba la leyenda que de sobras conocemos. Mientras todos recordamos a Sally Bowles (especialmente a la Sally de Fosse/Liza Minnelli), ¿quién recuerda a John Rubinstein, Paul Jones o al más reciente Matthew James Thomas? ¿Quién se acuerda de ese idealista e ingenuo joven en busca del sentido de la vida? ¿Quién se acuerda de Pippin? ¿Quién retiene los nombres de los protagonistas de un musical teatral? ¿Y de los intérpretes de un espectáculo de danza?
Cuando pensamos en «Mein Herr» lo primero que nos viene a la cabeza es la coreografía con las sillas y el sombrero y, de nuevo, Liza. Este número se creo para la película, sustituyendo a «Telephone Song» del original dramático. Cuando pensamos en… Mejor dicho, ¿conocemos «The Manson Trio»? Esta coreografía contiene uno de los «pas de trois» más fascinantes de todo el repertorio y ya estaba en Pippin. La esencia del baile, los pasos y los bastones de Fosse. Sin este número no existiría el «Hot Honey Rag» de Chicago (1976) ni por supuesto el icónico número «All That Jazz». El arduo proceso de creación de este último musical sirvió de base para ese testamento fílmico que tomó prestado el título de uno de sus temas más celebrados y que sirve de esqueleto para este adiós de Faura. No es casualidad que Fosse eligiera el ámbito cinematográfico como herencia. Una imagen vale más que mil palabras y, sin duda, ese final con cierre de bolsa de plástico que contiene el cadáver del protagonista es difícilmente olvidable.
Si trasladamos este pregunta al aquí y ahora de las artes escénicas autóctonas, ¿qué espacio queda para la danza? Es una máxima más o menos extendida en algunas disciplinas, entre ellas el periodismo, que lo que no se puede explicar con palabras no existe. Lamentablemente, esto también sucede en el terreno artístico. La cultura del sometimiento y la imposición. Nos lo dijeron en clase, en el trabajo, quizá en la iglesia. Si uno habla, el resto callamos y escuchamos mirándole a los ojos (parece que si no se hace así no captamos el mensaje). ¿Cuantos teatros públicos no cumplen con el programa de danza? ¿Cuántos espectáculos de danza nacen y mueren en el mismo espacio donde se representan por primera y última vez? Si en un espectáculo de danza aparece un intérprete teatral reconocido y nos explica la coreografía que están realizando sobre ese mismo escenario (y al mismo tiempo) las bailarinas y bailarines, automáticamente dejaremos de mirar y nos centraremos en el texto. «Casas de danza y casas de muerte», dice Faura. Rèquiem nocturn es una celebración para acompañar y recordar a los difuntos, en este caso la danza y la razón de ser (artística) del creador del espectáculo. Una pieza que se convierte en ejemplo de todo lo que dice a partir de reflexiones cargadas de rabia y frustración y otras que se expresan con potentes dosis de ironía y sentido del humor.
En Pippin hay un narrador al que conocemos como The Leading Player. Un protagonista sin nombre propio y al que si le quitamos la presunción genérica masculina, podría ser una mujer (como demostró Patina Miller en la reposición de Broadway). The Leading Player es la muerte y a la vez la danza, la que intenta explicar infructuosamente la historia idealista e ingenua de una disciplina que persiste en indagar en una búsqueda que va mucho más allá que lo circunscrito por las palabras pero que topa siempre con dificultades. Tiene mucho sentido acercar la danza al audiovisual, ya que las imágenes (aunque vayan acompañadas de líneas de diálogo) aportan la mayor carga de significado. Así, para Faura, la conversación será con un símil de Angelique, el ángel de la muerte de All That Jazz (1979). ¿Qué queda ahora? Pues morir y crear un espectáculo inspirándose en el mejor. Y eso nos lleva de nuevo a nuestro amigo Bob.
Nos encontramos ante una pieza que se convierte en ejemplo de todo lo que dice y, lo más valioso, de un modo multidisciplinar. Un creador que se ha sabido rodear de un equipo fantástico e inspiradísimo y que de algún modo desarrolla hasta el límite algunas de las pautas que apuntaban en Sweet Tiranny y, por extensión, al timeline de su trayectoria. Una dramaturgia muy lograda (musculada, cohesionada y desarrollada con respecto a lo que ya pudimos ver en el Grec Festival de Barcelona) que (re)interpreta y contextualiza con un sentimiento respetuoso y de admiración que nunca busca la apropiación más o menos maquillada y sí evidenciar la valía y posicionamiento del material de partida. Del mismo modo que Fosse ideó sus movimientos a partir de las (im)posibilidades de su cuerpo, aquí se propiciará que unos magníficos Odo Cabo (espectacular), Montse Colomé (que también anuncia su jubilación con este espectáculo), Raffaella Crapio, Mario Garcia, Júlia Irango, Anamaria Klajnescek, Gloria March (ojo a su interpretación de la muerte), Víctor Pérez Armero y Toni Viñals hagan lo propio.
Desde sus disciplinas madre explicarán su relación con la danza ejecutando las coreografías y el resto de requirimientos a la vez que se explican a sí mismos a través de esta batalla entre baile y palabra. Quiénes son y cómo sienten esta manifestación/sublimación corpórea a través de una actuación pluscuamperfecta se mire por donde se mire. Individualmente, por parejas o en grupo el compromiso con la coreografías de Faura es inquebrantable y transmisor de una contagiosa catarsis que invade la platea. Un Faura que en esta ocasión subirá al escenario también (re)interpretado, en este caso, por un crepuscular Francesc Orella convertido su alter ego. El concepto y espacio escénico de Jordi Queralt posibilita que las pantallas y proyecciones convivan, delimiten y acoten lugares tanto físicos como intrínsecos gracias también a una iluminación tan brutal como lúgubre y bien hallada. Un juego entre el vacío y lo traslúcido/opoco que propician los plásticos y las texturas y materiales también de las piezas de vestuario en algunos números. La explicación del porqué y recorrido de lo que significa ser bailarín desde los años ochenta del siglo pasado hasta la actualidad traza un paralelismo entre la precariedad, la enfermedad y de nuevo la muerte de un modo tan impactante como emotivo.
Finalmente, aplaudimos el trabajo de Pere Faura y de todos los implicados en este proyecto. Y no podemos dejar de mencionar la sublime composición, dirección e interpretación musical de Aurora Bauzà y Pere Jou. Una omnipresencia exquisitamente sonorizada que asimila y funde el canto fúnebre, con lo gótico y electrónico y nos ofrece unas versiones increíbles y totalmente acordes con las coreografías, con total reciprocidad en tono y forma. Un espectáculo que aunque suponga una despedida creemos debe tener un largo y fructífero recorrido. Esa gorra rosa la echaremos de menos. Por suerte, Faura no es Pippin, y ni él ni mucho menos este espectáculo caerán en el olvido. Eso sí, como cantaba este último, I Guess I’ll Miss The Man. ¡Bravo!
Crítica realizada por Fernando Solla