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22.01.2021 Críticas  
La primera regla del club Bilderberg es…

El Teatre Tantarantana abre las puertas del Àtic 22 (próximamente de Baixos) a Bilderberg. El tercer espectáculo de la compañía L’Ostra 28 parte de la existencia real del club titular y desarrolla una truculenta elucubración conspiranoica escrita y dirigida por Xavi Morató. La pieza repasa sin complejos la culpabilidad del capitalismo ante los desequilibrios sociales de orden mundial.

Nos encontramos ante un texto que trabaja muy bien la ubicación temporal. Probablemente el que más y mejor normaliza la situación pandémica que rige nuestras vidas añadiéndola como algo anecdótico, como un elemento más si se quiere, pero que consigue que la sensación de cercanía se combine con la verosimilitud en todo momento. Este es nuestro aquí y ahora y cada una de las personas que asistimos a la sala podríamos ser una de las ciento treinta que integran este club real y que revierte la máxima que les gusta decir a algunos psicólogos de «que sea posible no quiere decir que sea probable». Dicho esto, ¿que pasaría si los Chuck Palahniuk, David Fincher o Peter Berg de finales de los noventa mirasen hacia aquí? Pues que títulos como Fight Club (1996/1999) o Very Bad Things (1998) encontrarían a su prima hermana con Bilderberg. Sin duda.

¿Quién (de)limita nuestra destino? ¿Es el sistema o somos nosotras? ¿Hay diferencia? ¿Qué tal si en lugar de hablar de hacer cosas, las hacemos sin más? ¿Hay límite de intercesión? ¿Y de conformismo? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a aguantar y a qué precio? Morató consigue invertir las tornas. No se trata de normalizar una realidad dentro de la ficción que desarrolla sino, al contrario, de ficcionar una realidad desde cualquier prisma escalofriante. El uso de una canción como leitmotiv en momentos puntuales también nos sitúa en un terreno cercano al que dibujó la inclusión de Where Is My Mind de Pixies en la película de Fincher. Independientemente de la recepción de la crítica y como pasó con los filmes citados más arriba, Bilberberg bien podría convertirse en una pieza de culto. El tiempo dirá, pero mientras tanto el mosqueo que se apodera de nosotros nos lleva a invocar a nuestro Tyler Durden particular para reventarlo todo y del modo más incendiario posible.

Algunos entendieron mal la adaptación de la novela anarquista de Palahniuk, tanto que llegaron a considerarla como una suerte de «agente del caos», sin ver ni comprender su orientación hacia el futuro. Dos décadas después podemos afirmar que el futuro ya esta aquí. Y esta pieza nos hace caer en la cuenta de que nos hemos acomodado y nos conformamos con ser el Narrador/Jack mientras adormecemos a la fiera Durden a la que según nuestros propios valores deberíamos aspirar. El poder dominante es muy cabrón y esto, aquí, nos lo explican muy bien.

Las interpretaciones de Núria Florensa, Joan Scufesis, Adrià Escudero y el propio Morató están bien alineadas con el desarrollo genérico de la propuesta y propician que los cambios de registro sean tan abruptos como los giros que el texto propone y propicia. Aportan verosimilitud en todo momento usando distintos recursos dramáticos sin acomodarse en ninguno y luchando desde un principio por no encasillarse en ningún rol «prototípico» y sí jugando con las entradas y salidas de varios de ellos según marca la trama. Florensa, Scufesis y Escudero escenifican con especial éxito el intercambio de poder/liderazgo escena tras escena. La naturalización de la violencia, tanto la manifiestamente física como psicológica, también calan en el estado de ánimo del público. Resulta curioso y no deja de ser divertido que Morató invierta sus funciones de «mando» (autoría y dirección) en su asignación de un personaje en apariencia externo y mero observador de lo que sucede en escena. Miradas silenciosas cargadas de significación y intervenciones que en su mayoría sirven además para incluir y transitar las fintas del argumento. En sus manos reside que el impacto de la pieza se traduzca en una realidad y, sobretodo, en la segunda mitad de la obra esto sucede a ritmo creciente e imparable.

La escenografía de Marta Georgia y el vestuario de Guillem Medina nos sitúan en un entorno realista, en plena reunión. Se aprovechan con acierto las posibilidades que ofrece la sala y la ubicación del público en doble grada supone un acierto. La diana somos nosotras y el dardo nos alcanza implicando que no seamos un público pasivo y que nos sintamos interpelados. En contraste, el espacio sonoro de Jesús Díaz y la iluminación de Daniel Gener ayudan a que las transiciones y el contexto estético y referencial cobre vida ante nuestros ojos con soltura y desparpajo. Un buen envoltorio, con suficiente carga expresiva tanto explícita como implícita como para captar y mantener nuestra atención de principio a fin.

Finalmente, Bilderberg activa y tensiona, incluso cabrea. Y en esa capacidad radica una de sus mayores virtudes. Un texto con semejante vocación de cuestionamiento podía optar por diversas decisiones de dirección en cuanto al tono de la detracción. De la comedia zopenca y macabra vestida de thriller a un drama seco y abrupto (de los de hostia en la cara), esta progresión o mutación y su orden son en sí toda una declaración de intenciones. Algo que marca y contextualiza dentro de un posicionamiento y veredicto más que rotundos y eminentemente auto-críticos. De algún modo, Morató consigue desenmascararnos ante nosotros mismos y dibuja un combate elitista y ególatra entre dos poderes dominantes, el económico y el ideológico. Igualando sus estructuras de funcionamiento y exclusión, el efecto que se consigue es progresivamente incómodo y menos preocupado por estilizar gratuitamente que por mostrar el patetismo de todo el entramado. Bienvenidos al club y recordemos: la primera regla del club Bilderberg es no hablar del club Bilderberg

Crítica realizada por Fernando Solla

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