novedades
 SEARCH   
 
 

16.01.2021 Críticas  
Siempre hay un origen

José Martret nos da a conocer en La ira a las personas que están tras los hechos que llenaron páginas de sucesos. Un interesante proyecto trabajado junto a Raquel Pérez, y un elenco de jóvenes actores al que seguir la pista, que hemos podido ver en los Teatros del Canal de Madrid.

Todos somos humanos, incluso los que acaban con la vida de otros con frialdad y alevosía, como si aquello no afectara a su razón ni a sus emociones, ajenos completamente a las consecuencias de sus actos. Los términos técnicos los definen como psicópatas, el lenguaje popular como monstruos. Nos cuesta entender la realidad de lo primero y lo segundo solo sirve para tapar el horror que nos provocan. Pero dejamos de lado un tercer elemento. Probablemente ellos mismos fueron víctimas antes que verdugos.

Además del riesgo bien solventado que supone esta temática, lo interesante y especialmente valioso de La ira es su proceso creativo, un trabajo de investigación concebido por Raquel Pérez que intenta explicar -que no justificar- lo sucedido. Un proceso dirigido por José Martret (a quien nunca agradeceremos suficiente lo que consiguió con La pensión de las pulgas y La Casa de la portera) llevado a cabo por los propios actores (algunos implicándose también en lo técnico), dando así forma a los textos que posteriormente han interpretado. Un teatro documento que se mueve entre los monólogos intercalados y su movimiento coral en escena con algún interludio coreografiado por Laura Delgado.

Una dramaturgia que quizás hubiera estado mejor si hubiera optado por reducir el número de casos presentados y ahondar aún más en las zonas oscuras de los seleccionados, en lugar de hacer una segunda ronda que más que ampliar, resulta eco de la primera. Candela Arestegui, Lucía Arestegui, Albino Hernández, Ana Lucas, Alba Rico y Julieta Toribio son los encargados de darle voz y ponerle cuerpo a esos relatos, combinando la tonalidad del disfrute, la necesidad y la liberación interior con lo macabro, lo alucinante y lo incomprensible.

Un elenco de sólidas individualidades -algunas más que otras, pero todas ofreciendo un trabajo serio y consistente- que funciona como conjunto por lo bien hiladas y trenzados que están sus narraciones en el espacio escénico concebido por Inés Ruiz de la Prada y Julieta Toribio. Un lugar minimalista, abstracto, industrial y onírico, perfecto para acoger la frialdad uniformidad presidiaria del vestuario de Candela Arestegui y en la que quedamos envueltos por la iluminación y el espacio sonoro de Paco Ruiz Ariza y Daniel Jiménez Zuniaga, que convierten la sala negra en algo parecido a un lugar sin coordenadas, ni geográficas ni temporales, sin referentes, en el que no tenemos más opción que mirar a la cara al relato que se nos está transmitiendo.

Esta vez ya no somos espectadores de un noticiario o lectores de un periódico pudiendo elegir retirar la mirada un segundo o mantenerla por morbo. Esta vez es la verdad y la objetividad de la realidad la que nos mira a los ojos. Quizás necesitamos más proyectos teatrales así para entender el mundo en el que vivimos y la especie de la que somos integrantes.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

Volver


CONCURSO

  • COMENTARIOS RECIENTES