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18.12.2020 Críticas  
La incontrolable naturaleza de la sexualidad humana

La Villarroel acoge una propuesta salvaje y reveladora. La cabra, o qui és Sylvia? nos acerca a un Edward Albee cuidadosa y meticulosamente traducido por Josep Maria Pou. La estimable visión de Iván Morales encuentra el amparo óptimo en manos de un reparto en estado de gracia: Jordi Bosch, Roger Vilà, Jordi Martínez y una titánica Emma Vilarasau.

Uno de los grandes triunfos de la puesta es que desde un primer momento nos olvidamos de anteriores aproximaciones al material original. Es importante que así suceda. Albee escribió esta obra en 2002 y nos sorprende cómo la escena nos remite a los años noventa. En cualquier caso, el director consigue que el conflicto nos estalle en la cara. Independientemente de nuestra respuesta inmediata ante lo que vemos u oímos no nos encontramos ante una obra sensacionalista sobre bestialismo. Aquí se plantean preguntas más que serias sobre la naturaleza incontrolable de la sexualidad y excitación humana. El autor (así como el resto de implicados) empujan hasta el límite. Quizá miremos hacia otro lado pero la interpelación clave y culminante es clara. La admitamos o no ante el resto, ¿lo que nos excita y de quién o qué nos enamoramos escapa a nuestro control? ¿Y a nuestra responsabilidad? ¿Qué pasa con las consecuencias? En el caso que nos ocupa se apuesta por mostrar todas las capas y, de este modo, asistimos a una obra que habla del matrimonio pero también de la fijación erótica. También sobre la precisión lingüística. No olvidemos que nos encontramos ante el autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (sería interesante analizar los paralelismos entre las parejas protagónicas formadas por Martha/George y Stevie/Martin). Y por supuesto, la admisión de la terrorífica y descorazonadora soledad que supone ser un «proscrito sexual» en una sociedad que parametriza el amor de modo harto estricto.

La iluminación de Sam Lee diseña una inspiración. Compleja y al mismo tiempo reveladora. De algún modo, enmarca lo que sucede en lo más recóndito del alma de los personajes y enfatiza y delimita los distintos géneros por los que se mueve la pieza. Algo más meritorio si cabe, teniendo en cuenta la disposición en doble grada de los espectadores. En este aspecto, el entendimiento con la escenografía de Marc Salicrú resulta imprescindible, algo a lo que también es sensible el espacio sonoro de Clara Aguilar (más enfático o sutil en función de cada momento, pero siempre contribuyendo). Con habilidad matizan esta doble cuarta pared para remitirnos de un modo bastante inmersivo, que aprovecha alguna de las escenas iniciales, a una suerte de plató implícito ante el que sentarnos a observar, entre impertérritos y víctimas del shock o la risa nerviosa que nos pueda provocar lo que sucede en escena. A nivel cromático, sabia la decisión de unificar y «despersonalizar» objetos, uniformando y formateando de forma alusiva esa vida de apariencia estable e inalterable, sin aristas. Un espacio único que se convierte en un protagonista/víctima más y que se transforma al ritmo que marcan los propios habitantes del espacio, también gracias al movimiento con el que David Climent refuerza las interpretaciones y en el que nunca parecerá haber un obstáculo fuera de lugar.

Nos encontramos con una obra que puede y debe explicarse a través del viaje que realizan sus cuatro personajes. En su momento, Jonathan Pryce le pasó el testigo al mismo Pou y hace apenas tres años un apoteósico Damian Lewis lideró el impecable y londinense montaje de Ian Rickson. Celebramos que nuestro protagonista se desmarque de lo que otros intérpretes han aportado a tan complejo personaje y a la vez nos divierte la posible asimilación con el primero de todos, Bill Pullman. Importante lo que un actor con armas interpretativas cómicas consolidadas pueda aportar a este rol y Bosch consigue transmitir esta diatriba interna y juega un pulso persistente e intenso entre lo que Martin muestra y, sobretodo, lo que oculta. Un trabajo que exuda el secretismo culpable en el que se sume el arquitecto. Ante los demás y hacia sí mismo. ¿Cómo mostrarse firme para expresar algo que ni uno mismo acaba de comprender? Entre la zozobra propia del (anti)héroe trágico y transgresor y víctima al mismo tiempo de una situación que no puede controlar, el actor logra inducirnos a ese estado taciturno y semiconsciente a través de una mirada perdida capaz de ilustrar lo que las palabras callan hasta recrear un mundo interior no por silencioso menos complejo. Una progresión que en algunos momentos puede parecernos abrupta pero que sin duda responde al carácter alterado y sobrepasado por la ilusión de un amor no por (¿imposible?) menos ensimismado. Morales no reduce la obra al retrato de un individuo perdido y nos recuerda que de lo que se trata es de mostrar y desenmascarar el abismo inesperado que separa al matrimonio. A nivel individual y conjunto. El caballo es ganador, ya que la intimidad que logra la pareja protagonista es inalterable de principio a fin.

Siguiendo en el terreno interpretativo, Martínez necesita solo dos escenas para mostrar el cinismo del poder dominante de esa policía no profesional llamada «mejor amigo». Enérgico, concreto y contrapunto generoso tanto para decir como para escuchar a su compañero/oponente escénico. A su vez, Vilà asume uno de los grandes retos de la función. No solo debe mantenerse como una suerte de espectador «ausente» del conflicto escénico de sus progenitores sino que se ve obligado a recoger los añicos (en sentido literal y figurado) para mostrar su propio rompimiento. Por si esto fuera poco, asume las riendas en la que probablemente sea la escena más difícil de argumentar de toda la función, tanto a nivel dramático como ideológico. A medio camino entra la inocencia y la histeria, el dolor y la confusión, el intérprete se crece junto a su personaje dotándolo de un lenguaje (verbal y sobretodo corporal) propio, mostrando lo que Billy asimila y también lo que confunde y creando un estilo actoral tan particular como necesario para que la confrontación entre todos los partícipes redondee la función. En su caso, el que más aprovecha su caracterización y vestuario (firmados por Anna Rosillo y Nídia Tusal, respectivamente) para aportar a su personaje. Realmente, unas cartas muy bien jugadas.

La cúspide de la propuesta es, sin duda, la interpretación de Vilarasau. Ver para creer. Resulta imposible apartar la mirada de ella. Sus ojos y su rictus emergen y flamean entre la «comedia» y la tragedia con pasmosa cautela y sagacidad. Tacto hasta en el más brutal y salvaje de los registros empleados. Una labor clarividente, tanto hacia su personaje como hacia el resto de la pieza. La actriz alcanza todas las teclas de la obra que percutió Albee y las hace resonar de modo manifiesto y expresivo. Tanto en lo visible como en lo más (y aquí su grandeza) introspectivo. Su naturalización de la tragedia cotidiana y la ruptura abrupta de lo frecuente y la asimilación a tiempo real de una situación tremenda e inconcebible resultan oro puro. De la química extrema con sus compañeros de reparto impulsa no solo la culminación del recorrido de Stevie sino del resto de personajes y de las resonancias más perturbadoras e ideológicas del texto. Su movimiento escénico incluye y abraza la doble grada del espacio de la representación regalándonos la sensación de estar mirando a través de la ventana, no solo del ilusorio hogar de la familia protagonista sino de un alma herida e irreparable. Impresionante cómo integra la interacción con los objetos escenográficos, siempre a tiempo y enfatizando la frase, pausa o respiración precisa. En su voz, cada réplica se convierte en una idea expresada y exprimida hasta las últimas consecuencias. Ella se convierte en nuestra puerta de acceso a través de ese par de ojos que dilatan la percepción de nuestras pupilas hasta cotas inimaginables. Una heroína dramática que consigue aquí uno de sus triunfos más rotundos. También para el público.

Finalmente, La cabra, o qui és Sylvia? supone la constatación de la valía y vigencia de la voz del autor a día de hoy. En manos de Morales y de todo el equipo, las palabras y la aproximación mantienen la potencia punzante (e incómoda) de esta apasionante exploración psicológica de la madurez, el matrimonio y las relaciones sexuales. Y, por último, una reflexión banal. Solemos mirar hacia fuera en busca de premios, intérpretes, piezas o referentes dramáticos en general. Si, por una vez, estos premios (véase los Tony) mirasen hacía aquí, encontrarían la que sin duda es y será una de las interpretaciones protagonistas más espectaculares de la temporada. Albee, ¡en La Villarroel te están haciendo justicia!

Crítica realizada por Fernando Solla

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