María Velasco sacude los cimientos de la Sala Cuarta Pared con su combinación de activismo feminista y ecologista en Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra. Dramaturgia, plasticidad, danza, crítica social y notas de humor en un montaje que va del costumbrismo al existencialismo en una historia que recorre nuestras tres últimas décadas.
Triada de funciones en el marco del 38º Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid y todo vendido. Está claro que María genera expectación. Su propuesta engancha, sus textos te llevan a lugares poco transitados sobre las tablas, valgan como ejemplo el triángulo sexual de Taxi Girl (Centro Dramático Nacional, 2020), el linchamiento social de Escenas de caza (Teatro Kamikaze, 2018) o la contemporización de asuntos cervantinos de A siete pasos del Quijote (Teatro Español, 2015). Esta vez no solo escribe, sino que le da forma su imaginario dirigiendo esta propuesta en la que relata lo que es crecer siendo mujer en una sociedad llena de clichés y prácticas que las discrimina sistemáticamente las discrimina. Asunto análogo, paralelo e intrincado con el desastre medioambiental al que llevamos asistiendo desde hace décadas y que, ¡oh sorpresa!, parte de decisiones y procederes similares a los que vejan a las mujeres.
En Talaré… relata la vida de una joven -podría ser un alter ego, podría ser cualquiera de nosotras- que crece en el seno de una familia convencional. Lo que aparentemente son circunstancias normales, amparadas en la costumbre, resultan ser un ¿perdona? continuo. Un tío putero, con el agravante de lucir placa policial; unos padres que duermen en habitaciones separadas; la nula formación emocional que nos pone a los pies de los caballos maltratadores; un sistema educativo en el que las mujeres son foco de los profesores por sus encantos y no por su intelecto. Y qué decir de la cosificación del mundo de la prostitución, cuando no queda otra que poner tu cuerpo y sexo a disposición de los que tienen el dinero que te puede permitir seguir hacia adelante con tus propósitos.
Será por los mecanismos de proyección e identificación o por la familiaridad con su discurso, pero conecté mucho más con la historia humana que con los mensajes medioambientales. Más allá de qué tenemos que hacer algo en este tema, no fui capaz de vislumbrar alguna concreción que fuera más allá. Quedan claro cuando forman parte de los parlamentos de la primera, pero al ser mayormente expresados corporalmente, disfruté sin más de las coreografías de de Joaquín Abella. Una presencia aún más plástica y hermosa cuando su trabajo quedaba envuelto por los audiovisuales de Elena Juárez.
Pero dicho esto, lo que es, es. Laia Manzanares comienza bien como jovencita en una tarde de barbacoa familiar para acabar sorprendiendo a todos a medida que su papel le va exigiendo más entrega hasta convertirla en una mujer adulta, harta y hastiada que se abre en canal. Fran Arráez encarna a varios personajes, mostrándose versátil y capaz de mutar de piel, registro y dial interpretativo sin bajar ni un segundo el nivel de convencimiento y atracción hacia su trabajo. Y junto a la solidez de Miguel Ángel Altet, la verticidad con que Beatrice Bergamín se alterna como la madre mencionada y como narradora.
Hay momentos oscuros, de exceso, de llevarnos no se sabe bien a dónde. Muy bien sustentados en las luces de Irene Cantero y Víctor Colmenero, así como en el ambiente sonoro creado por Peter Memmer. Sentir antes que comprender, saberte impregnado sin haberte preparado para ello ni concebir para qué. Primero las consecuencias y después tomar conciencia de los hechos que las causaron. El sello María Velasco.
Crítica realizada por Lucas Ferreira