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16.11.2020 Críticas  
Testamento vital

Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero, propuesta de Álex Rigola, protagonizada por Pep Cruz y Alba Pujol que llega al Teatro de la Abadía en el marco del 38 Festival de Otoño, impactando con su diálogo desnudo, honesto y profundo sobre cómo despedirse de la vida.

Josep Pujol Andreu, catedrático del Departamento de Economía e Historia Económica de la Universidad Autónoma de Barcelona, fallecía en octubre de 2019. Meses antes, durante su último ciclo de quimioterapia, comenzó a darle forma a este proyecto. Una obra a tres, resultado de sus conversaciones con su hija y Álex Rigola, iniciadas por preguntas de este sobre lo mundano y lo trascendente, lo cotidiano y lo filosófico, lo serio y lo banal. De la edición de Rigola de aquellas transcripciones (asesorada por Dobrin Plamenov, Alba e Irene Vicente) surge el texto que ahora vemos representando. Líneas que con una extremada sencillez albergan dentro de sí un cúmulo de energía proveniente del teatro documento, la auto ficción que genera toda representación de uno mismo y la catarsis emocional de esa constelación psicológica profundamente evocadora que se representa en cada función.

Esta producción de Sala Beckett y Heartbreak Hotel, estrenada hace un año en el Festival Temporada Alta de Girona y representada en Barcelona en enero, llega ahora a Madrid en un momento en que nos pilla con la extraña sensación de familiaridad con la vecindad del fin que hemos adquirido en los últimos meses. Pero dándonos también una lección de vida. La muerte es una etapa más, la última de la materialidad, sí, pero también la del paso a la definitiva espiritualidad, que en el caso del que se va no se sabe en qué consiste, pero para el que se queda adquiere denominaciones como legado, recuerdo, homenaje y honramiento.

Todo eso fue a lo que Josep, Alba y Álex le dieron forma. Un proceso humano de una hondura que solo ellos tres conocen, pero que la también actriz y dramaturga y el director y escritor han transformado en una experiencia que, compartida desde un escenario concebido para sentir (mono cromatismo de efectividad máxima firmado por Max Glaenzel, apoyado en lo justo por proyecciones y dos pequeñas piezas de vídeo), se convierte en una vivencia única. Diferente por lo que trata y cómo lo ofrece. Mostrándose, compartiéndose, entregándose con generosidad y humildad. Sin alevosía alguna, sin maniqueísmos ni manipulaciones, sin trucos, solo verdad y sinceridad.

Un destino alcanzado gracias a la entrega, el saber hacer y la pulcritud interpretativa de Pep Cruz -encarnando a Josep- y Alba -a sí misma- con sus personajes, sus mensajes y el público ante el que se desnudan. Un montaje con el que Alex Rigola logra la excelencia performativa que intentó semanas atrás con su adaptación de La gaviota de Chéjov, también en el Teatro de la Abadía. Pero que esta vez alcanza lo sobresaliente por quedarse con lo justo y lo necesario, con lo fundamental y lo esencial, demostrando que con poco es capaz de lograr tanto como con mucho (he ahí sus personalísimas adaptaciones e interpretaciones en los últimos años de Un enemigo del pueblo de Ibsen o de El público de Lorca).

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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