La Sala Verde de los Teatros del Canal de Madrid acoge la nueva adaptación de la obra de Benoit Solès que en esta ocasión dirige Claudio Tolcachir. Titulada La máquina de Turing, el montaje explora la vida de un genio que es considerado el padre de la informática pero que permaneció injustamente en la sombra.
El director y dramaturgo argentino ha adaptado la historia del hombre que descifró el código Enigma con el que se comunicaban los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, y al que, tiempo después, la sociedad de la época rechazó por homosexual. Una adaptación que se representará hasta el próximo 15 de noviembre y que poco tiene que ver con conocida película The Imitation Game que vi unos días antes de ir al teatro con el objetivo de conocer algo más sobre el matemático inglés Alan Turing.
De alguna manera, el teatro puede servir como bastión de la memoria y de la reflexión y es que La máquina de Turing fomenta el espíritu crítico dejándonos impregnados de esta historia en la que la sociedad aparta y sepulta al precursor de la inteligencia artificial por su condición sexual, olvidando y dejando de lado sus logros científicos. Se trata de una invitación a pensar, un espectáculo dispuesto a remover conciencias de los espectadores y espectadoras aunque para muchas personas lo que le sucede al protagonista de esta obra parezca algo del pasado.
Sin entrar en detalles concretos, esta obra profundiza en el hombre que existió detrás del conocido matemático por lo que el dramaturgo Claudio Tolcachir se concede alguna libertad para que un gran actor, como es Daniel Grao, se luzca sumergiéndose en su personaje y regale al público una gran lección de interpretación de esas que provocan sonoros aplausos al final de la función. El actor de Sabadell demuestra una gran soltura y comodidad sobre las tablas, a pesar de revivir a alguien con características atípicas como el tartamudeo que aquejaba a Turing cuando se sentía bajo presión. Qué gusto da ver a un actor así de espléndido que pronuncia cada palabra con el tono adecuado y que domina perfectamente esas interrupciones del habla, acompañando todo con gestos que demuestran el largo trabajo que hay detrás de la construcción de su personaje. Junto a él, Carlos Serrano interpreta a varios personajes que interactúan en diferentes ocasiones con el protagonista el espectáculo. El actor alicantino se pone en la piel de: un oficial de policía, el joven con el que el matemático mantiene una relación afectiva, el campeón de ajedrez con el que trabaja durante la Segunda Guerra Mundial… diversos papeles, muy diferentes, que ejecuta a la perfección. Los dos actores desprenden mucha química y conectan en escena desde el primer minuto, haciendo que todo encaje a la perfección.
Otro de los aciertos es que se apuesta por una escenografía sobria, de la que se encarga Emilio Valenzuela, que nos traslada de un lugar a otro sin la necesidad de grandes despliegues que nos distraigan de lo verdaderamente importante. El escenógrafo juega con tres grandes bloques o estanterías que giran y se mueven y sobre las que se proyectan imágenes que acompañan lo que sucede sobre las tablas. La iluminación, a manos de Juan Gómez Cornejo, cumple perfectamente su función y dota de fuerza cada movimiento escénico. Y es que todo fluye de manera dinámica, incluida la cautivadora música, para que el público esté inmerso en esta obra que deja huella al salir del teatro.
Una propuesta que se va desgranando poco a poco para hacernos ver la cruda realidad de un mundo hostil con la homosexualidad. Dualidad entre pensamiento y sentimiento de un hombre que cambió el rumbo de la historia y que es interpretado de forma prodigiosa sobre las tablas del madrileño teatro.
Crítica realizada por Patricia Moreno