Concha Velasco es incombustible y como muestra La habitación de María, su nueva colaboración con Manuel Martínez Velasco y Pentación a las órdenes de José Carlos Plaza recién estrenada en el Teatro Reina Victoria de Madrid.
Doña Concha es uno de los cuatro puntos cardinales del teatro en España (los otros tres podrían ser Nuria Espert, Lola Herrera y Julia Gutiérrez Caba). Son tantos los logros que la avalan que basta con ver su nombre en los carteles promocionales para acudir a la taquilla a pedir una entrada. Ochenta años es una edad importante, suficiente como para entender y tomar cada aparición suya sobre la escena como una clase magistral. Un disfrute que valorar no solo por resultado final sino, sobre todo, por su despliegue de talento y capacidad.
Isabel Chacón, escritora multipremiada y multiventas a punto de acabar su última novela y recluida en casa desde no se sabe cuándo ni porqué, es el nuevo personaje que ha escrito para ella Manuel Martínez Velasco tras aquel intento de comedia negra que fue El funeral. En esta ocasión un monólogo que busca hacer sonreír, pero también, sin caer en el drama, plantear cuestiones que tienen que ver no solo con el mirar atrás y hacer balance, sino con esperar el mañana y recibir el fin de la vida con la naturalidad y paz de espíritu que sería deseable.
Un texto acompañado de un trabajo escenográfico bien resuelto y en el que iluminación (Paco Leal), espacio sonoro (Arsenio Fernández) y vídeo escena (Bruno Praena) se complementan para envolver a una incólume protagonista sentada en el centro del escenario manipulando objetos varios como teléfonos, periódicos y hasta un mando a distancia. Recursos que sirven para marcarse alguna acidez sobre la línea editorial de las principales cabeceras de la prensa escrita, subrayar el mal gusto de la programación televisiva de alguna cadena amiga y jugar a las relaciones entre inspiración biográfica y libre vuelo de la imaginación en la ficción.
Asuntos todos ellos de interés si se hubieran exprimido más y mejor. A la dirección de Plaza le faltan matices, pausas y silencios. Conducir una puesta en escena no puede ser como llevar un descapotable en línea recta durante kilómetros en un paisaje sin cambio alguno. La monotonía y el piloto automático son señales de que todo queda al albur de quien da la cara. Se salvan los muebles, sí, pero gracias a los muchos quilates del diamante que es Concha y a la fidelidad de unos espectadores que ven a su estrella entregándose en cuerpo y alma.
Crítica realizada por Lucas Ferreira