El Teatro Real de Madrid sigue plantándole cara a la pandemia y lo hace por todo lo alto. Verdi se le da bien al Real. Un ballo in maschera es un goce absoluto para el espectador. Máscaras y mascarillas que no impiden que la magia de la ópera funcione a la perfección.
Empezó con el paso cambiado la temporada del Real. Después de la función del estreno, la siguiente función de Un ballo in maschera tuvo que ser suspendida por un problema de ubicación de espectadores y sus ostensibles quejas. Todo ese ruido enturbió la excelencia de lo que se estaba intentando hacer. Por suerte, parece que las aguas han vuelto a su cauce y que las siguientes funciones programadas han discurrido dentro de la nueva normalidad. Aunque sigue siendo triste ver una ópera tan disfrutona y que no se pueda llenar más aforo.
Si, esta es una ópera para disfrutarla. Verdi sabe de eso, y el montaje que se presenta en el Real es de esos que crea escuela por el venerable arte operístico. En escena una historia de adulterios no consumados, traiciones asesinas, confabulaciones magnicidas y todo lo que requiere una ópera para ser disfrutada.
Verdi, para evitar la censura de su tiempo, se llevó la historia del asesinato de Gustavo III de Suecia a Estados Unidos, a Boston concretamente. Aquí la acción se ubica en el siglo XIX, después de la abolición de la esclavitud, y Gustavo III pasa a ser el Conde Riccardo, gobernador de Boston, enamorado secretamente de Amelia, la mujer de su mejor amigo Renato. El resto se lo pueden imaginar. Entre conjuros de Ulrica, el Ku Klux Klan y un baile de máscaras donde confluirá la traición y la tragedia se desarrolla esta genialidad operística en cuatro actos.
Gianmaria Aliverta como director de escena, ha tenido que reorganizar su propuesta estrenada en el Teatro La Fenice de Venecia para adaptarla a las medidas sanitarias y lo ha solventado con elegancia. Reduciendo movimientos del coro y escenografía, pero manteniendo belleza estética. Valiéndose de las plataformas a distintos niveles ha conseguido momentos de impacto. Menos acertado en la parte final, con esa gran cabeza de la Estatua de la Libertad que no termina de encajar en todo lo anterior.
El maestro Nicola Luisotti vuelve a hacer las delicias del respetable con batuta elevada. El Coro del Teatro Real, como siempre, atinado y afinado. Completan la escenografía un cuerpo de bailarines que añaden virtuosidad al conjunto. Preciosa composición en el cuarto acto, cuando el Conde recibe la invitación para el fatídico baile de máscaras.
Michael Fabiano es Riccardo en el primer reparto y se luce. Tiene algo este tenor norteamericano que le viene como anillo al dedo para este papel. No solo por la elegancia de su voz, sino por el tono socarrón y despreocupado del personaje, que Fabiano hace suyo. Anna Pirozzi es Amelia, y junto a Fabiano consigue alguno de los momentos más bellos de la ópera. El tercer acto es una delicia para los sentidos. Merecida ovación para ella. Daniela Barcellona como la hechicera Ulrica tiene un corto pero memorable papel. George Petean es Renato, el ofendido marido de Amelia, interesado conspirador del asesinato de Riccardo. Petean sigue la excelencia del resto del reparto. Precisión sería su adjetivo. Mención especial para Elena Sancho Pereg en su papel del Oscar, la soprano donostiarra se mete al público en el bolsillo, no solo por la belleza vocal sino por el desparpajo escénico.
Este baile de máscaras es toda una declaración de intenciones. ¿Quién iba a imaginar que habría más máscaras en la platea que en el escenario? Todo ha cambiado, todo menos el poder de la música. La sensación de olvidar lo que ocurre fuera del teatro es motivo más que suficiente para dejarse llevar por el oficio bien hecho, por un montaje de esos que crea afición y escuela. ¡Viva Verdi!
Crítica realizada por Moisés C. Alabau