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30.09.2020 Críticas  
La alta comedia da el salto de clase

El Escenari Joan Brossa inaugura temporada con Els somnàmbuls. Una propuesta que le sienta como anillo al dedo al espacio y que flirtea con los escollos de las relaciones de pareja en una comedia llena de encanto. Noel Coward revisitado por Llàtzer Garcia para proponernos un acercamiento al aquí y ahora de un trío de personajes fantásticamente interpretados.

Uno de los aspectos más interesantes de esta aproximación es el salto no solo temporal sino también en la adecuación al aquí y ahora de los personajes. También en su relación de amor/odio o aspiración/renuncia a formar parte de las supuestas élites que rodean el mundo artístico en cualquiera o varias de sus vertientes. Un salto de clase. Lo que para Coward podíamos leer como reivindicación de la amoralidad privilegia del artista y un ataque hacia la burguesía, aquí se presenta con un giro ideológico e íntimo. Nos encontraremos con una mujer inquieta (e infeliz) que se siente de algún modo outsider no tanto por su falta de éxito material y personal sino por la incapacidad de discernir qué es realmente lo que quiere. Un estancamiento. Una obra que se convierte en pregunta abierta y escénica a partir de la formulación teórica y práctica de entender, configurar y practicar la amistad y las relaciones de pareja a partir de la prueba y el error.

Garcia ha logrado un texto cercano y reconocible y ha trabajado especialmente bien el subtexto. A partir de los personajes y la aproximación de los intérpretes, así como de las correspondencias establecidas entre ellos y de cada uno a nivel individual consigo mismo. El aburguesamiento o ligereza que se denunciaba en el original como propio de una clase social aquí se presenta como tope o freno y al mismo tiempo meta (quizá errónea) que constriñe nuestra voz propia y a la vez marca el nivel de lo socialmente deseable o apetecible. El foco no está puesto tanto en el exterior como en esa búsqueda entre inconsciente e irreflexiva que de algún modo nos lleva a la anulación para llegar a alcanzar the place to be cuando, realmente, querríamos estar en cualquier otro lugar. Un no aquí entendiendo el «aquí» también como toda esa gente que nos rodea y que no hace más que acrecentar exponencialmente nuestra sensación de soledad.

Y, sin embargo, un canto al amor y la alegría de vivir indefectiblemente marcado por el amargo bloqueo ante el miedo o incapacidad de abandonar las premisas e intensidades de las primeras veces. También a su configuración y experimentación a partir de cánones preestablecidos que separan amor y amistad como si se tratara de frutas distintas cuando probablemente sean dos variantes evolutivas y ramificadas de la misma. Sentimientos que se convierten en algo corpóreo y que no funcionan ni nos asaltan de manera proporcional al razonamiento teórico que ocupa nuestro cerebro sino a partir de un estallido de emociones que pasan de todo lo anterior para liberarnos y al mismo tiempo ponernos a prueba. Aquí es cuando realmente se nos ofrece la posibilidad de marcar nuestro propio nivel. Liberación acompañada de desasosiego y sobresalto. Ante la cobardía, claudicación o sometimiento nace la opción de la posibilidad. La de evidenciar a través de la manifestación física todos esos sentimientos y diseñar una suerte de relación afectiva que fortalezca y establezca el vínculo que nos une.

Para que esto se convierta en una realidad escénica resulta imprescindible el trabajo a partir del punto de vista cambiante, algo interiorizado por las magníficas interpretaciones de Laura Pujolàs, Genís Casals y David Marcé. La primera nos acoge y comparte brillantemente las inquietudes de su personaje. De un modo fabuloso se sumerge en ese estado anímico alterado que rozando el histerismo se ve inflamado por la negación, la timidez o la autocensura. Con ironía e intención pero nunca llegando a la parodia. Lo particularmente bueno de su interpretación es que nos sugiere a una mujer joven y con buen corazón pero con paciencia finita. Lo mismo sucede en el caso de sus compañeros. Ambos destacan por su capacidad de interactuar a partir de la réplica y la contrarréplica para posteriormente situarse en el centro del planteamiento vital de David y Genís. Juntos dibujan a tres seres y demuestran que no son unos bobos engañados sino un trío de realistas cansados que necesitan un cambio de paradigma para realizar el salto romántico. Con una delicadeza maravillosa, prácticamente perversa, se convierten en almas inquieras que no saben cómo ocuparse de sí mismas. Transmitiéndonos esa gran y constante preocupación y al mismo tiempo inmersos en un tono cómico y tierno que eleva varios enteros el resultado final. Lo cantó Ray Heredia hace una década y ahora ellos lo suben a escena de un modo prácticamente hiperestésico.

La puesta en escena facilita la apertura y cambio del punto de vista que comentábamos. Fórmulas y esquemas de relación que los protagonistas mismos dibujarán y un espacio diáfano que nos incluye e invita a la escucha participativa y que los tres personajes transitarán en su totalidad. Sintiéndonos siempre bienvenidos e incluidos por la distribución de las butacas, Lluís Nadal «Koko» sitúa a los personajes sobre una rueda inmóvil que se convierte en símbolo del estado interior de los personajes y en metáfora de esa parálisis que hemos descrito. La iluminación de August Viladomat naturaliza esta doble naturaleza de nuestra presencia como espectador ausente/presente en función de cada momento y el espacio sonoro de Marc Paneque y Arnau Nadal (cómplice escénico de sus compañeros) nos sitúa a medio camino entra la instalación y el cambio de localización. Estructura en tres actos sin pausas como tres son los personajes y tres sus posicionamientos vitales. Muy buena resolución para los requerimientos de la propuesta que, igual que las interpretaciones, ayuda a superar la distancia preventiva que ocupa y delimita nuestra vida «exterior» de estos meses.

Finalmente, destacamos la capacidad de todos los implicados para captar y escenificar el peso y razonamiento emocional de lo que se plantea aquí y que ya estaba presente en el original de Coward. Garcia re-imagina un texto muy valioso y consigue otro más que estimable. No es habitual en el género esta profundización tan íntima y reflexiva. Y aunque la comedia funciona y parece tomar las riendas principales del ritmo y el tono, las bridas se tensarán con retales de drama (en el fondo tristísimo) hasta congelar la carcajada y despertar en el público sensaciones similares a las que sienten los protagonistas. Porque la tristeza también se puede encarar y representar desde la ternura, sin que por ello haya que obviar la oscuridad de algunos recovecos que nos preocupan y al mismo tiempo humanizan.

Y ¿por qué no reírnos de ellos?. Lo dijo el Billy Wilder de El apartamento, quizás uno de los ejemplos más representativos. Por suerte, hay antídoto. Lo patenta este particular tándem al que ya podemos llamar Coward&Garcia y lo inocula su habilidoso equipo de sonámbulos. Pujolàs, Casals y Marcé saben cómo administrar el remedio para que el pinchazo duela menos y el efecto sea inmediato y duradero tras abandonar la sala. Y, por supuesto, para que nos sumemos a ese brindis. ¡Por cuándo éramos idiotas!

Crítica realizada por Fernando Solla

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