La Sala Fènix inaugura temporada con 200.000 mujeres. Potente propuesta de Ángela Palacios y Anna Tamayo que realiza un ineludible ejercicio de localización y acercamiento. Sensibilidad y rigor a partir de una labor de documentación concienzuda y muy bien dramatizada y con una interpretación que arriesga y vence en un pulso constante y tenaz.
Feminismo y memoria histórica. El cristianismo (véase poder dominante y/o político de ¿entonces?) como algo meramente especulativo y mercantilista. Oportunista e inflexible. Autoritario. Que promueve y obliga a la acusación como resultado de la tortura, física y psicológica. Pautada, organizada y premeditada. En función de un interés piramidal que somete y subyuga. Masculino. Miedo a la acusación por ser mujer trabajadora. Que compagina oficio y maternidad sin que se tenga en cuenta el pluriempleo a ningún nivel, ni económico ni comunitario o social. Que debe pedir perdón a sus semejantes (mujeres, por supuesto) por apuntarlas con el dedo para sobrevivir en un mundo hostil que las explota, anula y suprime. Inquisidor.
Aunque pueda parecer que estamos hablando de un fenómeno contemporáneo, 200.000 mujeres nos traslada a la Cataluña interior (y por extensión, Europa) de los siglos XVI y XVII. La dramaturgia creada a cuatro manos entre Palacios (directora) y Tamayo (intérprete), a partir del vasto trabajo de documentación de Mercè Alegre, es al mismo tiempo sagaz y perceptiva. No habrá más cifras en el texto que la titular. Va por todas esas y habla de todas ellas a partir del caso de Joana, Jaumeta y Felipa. En un principio, sorprende encontrarnos con una anfitriona que nos recibe desde la cocina. Sin llegar a la caricatura sí que nos interpelará como si de una maestra de escuela se tratara. Entraremos en la Historia por la puerta de atrás. Reivindicación mediante la utilidad pedagógica. Esa será la octavilla.
«A ver… Que voy a contaros un cuento». Esta será nuestra sensación. Y aunque pueda pasarnos desapercibido, también la clave para captar nuestra atención de un modo limpio de ideas preconcebidas. Una maestra, extensión de aquellas magníficas abuelas, que convertían la oralidad en un talento inefable. De un modo implícito, se reivindica esta cualidad también para las artes escénicas. Oralidad y aprendizaje a través del ejemplo. Patatas y demás objetos de bodegón. Símbolos que corporeizan la anécdota y se convierten en seres de carne y hueso gracias a la interpretación persistente de una actriz. De naturaleza muerta a cuerpo(s) presente(s). Mujeres calumniadas y etiquetadas y, por tanto, tratadas como si de tubérculos podridos se tratara. De esos que se apartan de la cosecha para que no emponzoñen al resto. Brujas.
De diario; comadrona, curandera y campesina. Los pretextos de la versión oficial (¿podemos maldecir ya a Jean Bodin?), varios. Esterilidad de los campos y de ahí la condena al hambre más feroz, asesinato por pócima o sortilegio, uso del cuerpo de un recién nacido no bautizado para consagrarlo a Satanás… En definitiva, demonización de la mujer. En escena, Tamayo realiza un tour de force considerable, desde un lugar generoso en extremo y alejado de la auto-complacencia. De nuevo, la importancia de los oficios. Y la intérprete los incluye todos a partir del uso de los objetos cotidianos que veremos en escena. Historias y personajes a las que une retomando y finalizando las acciones o usos que la anterior les ha otorgado a los mismos. Esta concatenación en la estructura de la pieza se ve muy favorecida y hábilmente recogida tanto por la escenografía de Bàrbara Massana como por el diseño y confección de vestuario de Ester Buxaus Mir y el diseño de iluminación de Carlos Montilla. Un remarcable trabajo conjunto redondeado por el espacio sonoro de Alba Rubió, evocador y atmosférico siempre que toca y planificado con potencia preeminente con respecto al resto de elementos dramáticos. Gran acierto.
Piezas únicas que apoyan a la transformación entre personajes. Un ejercicio que Tamayo naturaliza completamente, así como las inflexiones vocales y el dominio de diversos acentos y elocuciones (imprescindible el asesoramiento de Miriam Marcet). La iluminación atmosférica se tornará más expresiva en un tramo final donde realmente sentiremos los efectos del conjuro dramático. Es en ese momento donde texto, actriz y dirección consiguen que el impacto de todo lo escenificado hasta entonces implosione en nuestro intelecto gracias a un último y fantástico acto de brujería. No explicaremos el cómo. Pero ese giro hacia la auto-aceptación de la mujer, que reconoce y toma consciencia de su género y su cuerpo, es donde la intérprete realmente logra liberar a todos los personajes en una de un modo emotivo y sensual. Una fantástica culminación que resume la encauzadísima y orientada dirección de Palacios. El ritmo es ágil y el tono cercano, más afectuoso o desecado en función de los requerimientos de cada momento. Siempre crítico. Todas las decisiones apoyan y acompañan (incluso nos parece reconocer su voz por ahí) a una actriz que se crece ante nosotros de un modo muy hermoso de contemplar. Voz, expresión y movimiento corporal y escénico desde un lugar intrínseco y extorno complejo y difícil y, sin embargo, fecundo y noble.
Finalmente, 200.000 mujeres nos gana por la honestidad de su planteamiento y por la capacidad de todas las implicadas de asimilar a partir del ejemplo dramático y local un genocidio de impacto mundial. Destaca una vez más la aptitud de la dramaturgia para no listar explícitamente y, sin embargo, que seamos plenamente conscientes de la magnitud del asunto. De un modo muy fiel al planteamiento inicial de la pieza, el aprendizaje sucede en paralelo al desarrollo dramático, realizando un homenaje implícito a esa oralidad que no acostumbra a citarse en los libros de Historia. Un pieza de aspecto artesanal como lo son también los oficios que se escenifican. Como lo es el arte dramático que se pone al servicio de la sociedad para liberarla de cualquier barrote (si no físico) mental a partir del desarrollo de un espíritu crítico, hiperestésico y cabal.
Crítica realizada por Fernando Solla