La Sala Beckett estrena Todas las flores y por fin salimos del abismo teatral. Una pieza grande en el sentido más amplio de la palabra. Un grito doloroso y no embellecido. De estética oscura y poética capaz de (re)crear nuevas relaciones entre conceptos. De (re)plantear, desde una ciencia ficción no sexualizada y de fuerte impacto ideológico y visual, la nueva masculinidad.
Una obra que es tanto lo que vemos como lo que podía y quiere llegar a ser. Mucho. Bàrbara Mestanza ha ideado un aquelarre apocalíptico que se detiene justo cuando está sucediendo la hecatombe. No veremos necesariamente el post, sino el durante. Ese momento en el que, plenamente conscientes de dónde estamos e incluso de todos nuestros porqués, no somos del todo capaces de discernir ni alcanzar el cómo o en qué medida. Una trama de ciencia ficción habitada por mujeres. Una agrupación femenina cuyo ritual (forzado por el abuso y la violencia masculina en tantas y múltiples vertientes, facetas y ámbitos) será el de parir y, por tanto, ¿echar, eliminar? el fruto de sus entrañas o la podredumbre que otro ha tasado en su cuerpo.
¿Expulsión, vómito de sangre o nuevo principio? ¿Algo, todo a la vez o nada de esto? Y de nuevo, ¿cómo volver a comenzar? ¿Es posible hacerlo con las herramientas que tenemos? ¿Construir negando lo que ya no queremos ni es plausible? ¿Somos válidas para cruzar el umbral de esta génesis en toda su plenitud? ¿Nos consideramos capaces de crear una nueva realidad cuando y aunque el cambio sea la única opción? ¿Negar algo no lleva implícito una validación o por lo menos reconocimiento de que concebimos su existencia? Esto no solo aplica a la trama sino también a la forma y la construcción de personajes. Incluso a la relación con el público. El auditorio sentado, que juzga impasible escondido en la confortabilidad y desahogo del anonimato. Oyentes símbolo de virilidad errada e imperfecta. Dañina y culpable. Una masculinidad que también desde lo femenino se ha intentado alcanzar sin que se note, para no molestar. Nunca más, ya tras la interpelación inicial.
Es de suponer que Mestanza tiene sus referentes. Resulta irónico imaginar las pajas mentales de un Lars von Trier jugando a plasmar esa abrupta y consustancial vileza humana en imaginada conversación con el Bruce LaBruce de la bizarra y perturbada The Misandrists (2017). En el caso que nos ocupa, lo insólito ya no será recrear su existencia más intrínseca y sórdida. En su lugar, la creadora utilizará la brillantez y sequedad formal de ambos para desde la seriedad y sinceridad más absolutas, tomar las riendas de la esencia e idiosincrasia humana (pre-cristiana, neo-pagana o lo que se quiera) para indagar e intentar superarla y salir de ahí. Alcanzar una existencia mejor y más sana. Con valentía aniquila la «v» de violencia y apuesta por el escaño de su hermana. Ni la «v» de venganza ni siquiera la de victoria, sino la de Verdad. Una ejemplar gestión evolutiva del patrimonio cultural (también adquirido) para superar referentes y convertirse en la nueva paladina.
Es cierto que, en el resultado final, la balanza quizás se inclina de modo algo más elocuente hacia el platillo del progreso ideológico que hacia el de la trama de ciencia ficción. Solo quizás, ya que la mayoría de referentes que han construido nuestra habilidad para concebir el género son cinematográficos. No solo eso, sino que acostumbran a mascar mucho la trama y a maquillar o disolver otro tanto (cuando existe) su ideario. Aquí es al revés y Mestanza se reúne con un equipo partícipe para investigar y desarrollar por supuesto el tratamiento de género pero también el género que formatea la obra desde su vertiente dramática. La autora encuentra en esta ausencia una oportunidad para acrecentar el peso de la voz propia. Mantiene la rotundidad incendiaria y urgente, incluso épica, de Pocahontas o la verdadera historia de una traviesa y la incontenible necesidad del tetazo contra la sobredosis existencial de La mujer más fea del mundo. Al mismo tiempo, persiste en la irreverencia reivindicativa como revulsivo de la ficción canónica que apuntó en Mafia. Esto nos lleva a destacar su muy meritoria dirección de un elenco de seis intérpretes que mantienen un pulso muy firme y equilibrado con las posibilidades narrativas de la puesta en escena.
En este terreno, la música y el espacio sonoro de Clara Aguilar muestran una planificación ejemplar y en comunión más que perfecta con todo lo que sucede en el escenario. Crea y recrea al mismo tiempo el universo ideal para que el lenguaje interno de la propuesta brille plenamente. En hermandad con el no menos fabuloso diseño de espacio y luces de Judit Colomer se alcanzan momentos performáticos que siempre aportan y suman. Sin reiterar más de lo necesario y convirtiéndose en apoyo y herramienta de autora e intérpretes, cuando no en una más. Esa piscina vacía, esa nevada de bolas que podrían ser óvulos para simbolizar la expulsión o alumbramiento provocado por las mismas protagonistas, tramoyistas de su propia historia. Víctimas a la vez de sus (in)capacidades (fantástica la decisión de que sean ellas las que manipulen el artilugio).
Un vómito blanco y maravilloso inducido en forma de un golpe de efecto útil y necesario para que el resultado final sea redondo. Como las paredes de la caja escénica a medio pintar. Un mundo a medio construir o en deterioro inminente que, a la vez, es pantalla y lienzo donde proyectar algunas máximas que podremos leer intermitentemente. Las piezas de vestuario de Joan Ros connotan y la vez especifican con colores, materiales y texturas la inclusión en esta particular (casi) distopía. Un cromatismo que rompe con el negro, blanco y rojo sangriento imperante en la propuesta. Increíble.
Y, por supuesto, ellas. Todas, individualmente y en conjunto. Las seis intérpretes van dibujando personajes de los que apenas conoceremos el nombre pero que configurarán una identidad propia dentro del colectivo que representan, tanto en la ficción como en su reflejo espiritual y mundano. También creadoras y capaces de decir el texto de un modo orgánico cuando se requiere y más expresivo y efusivo cuando corresponde. La escucha también a través de la mirada de Georgina Latre, Sandra Pujol, María Hernández y Júlia Molins es conmovedora, así como sus soliloquios, especialmente el de la última. En este terreno, destacamos también el tramo inicial y potentísimo de Laia Alberch, sobretodo cuando se dirige al público. Trabajo de voz y corporal de todas ellas ejecutado de un modo que nos hace pensar que es una suerte poder llegar a interpretar así (y, en nuestro caso, de presenciarlo). Fieles y hábiles protectoras y garantes de los requerimientos de la autora y directora.
Sobresale la impresionante naturalización del movimiento escénico de Carla Tovias (cómplice y ayudante de dirección). Muy significativa su presencia en escena, la más estática y con un motivo, ya que precisamente simbolizará el personaje que rige o hace reflexionar al resto sobre su «movimiento» o paso por el mundo y la que las hace tomar consciencia de dónde están o hacia dónde van. Juntas, también con Mestanza, escenifican un potente imaginario y a la vez una realidad de género. Un mundo, o un fin del mundo, que es el que es, pero es el suyo. Voz y movimiento en armonía redonda y creadora tanto de significado como de significante para transmitirnos algo parecido a «me cago en el cuento que os vamos a contar y del que, aunque no sabemos si seremos capaces, queremos escapar».
Finalmente, con Todas las flores hay un cambio de paradigma. No una propuesta sino una realidad que extirpa y erradica a través de la pregunta. Un razonamiento excretado desde la emoción épica más dolorosa y exaltada. Y viceversa. Un fantástico nudo gordiano ente forma y contenido que lo es en lo ficticio y en lo verdadero. Un resultado siempre vinculante y perturbador. Más allá de la comodidad de la butaca, aquí no estamos para el encubrimiento ni para la indulgencia. Ni de creadora/intérpretes hacia público ni en sentido opuesto. Es muy ilusionte e importante que situemos a Mestanza, The Mamzelles y a sus compañeras de viaje en ese punto al que todas debemos mirar si realmente queremos escapar de los fantasmas (aquí sí, en masculino) y aniquilar de una vez por todas esos referentes que han configurado una realidad y universo compartido e impuesto que aniquila, reduce y constriñe. Si las artes escénicas y, por extensión, cualquier manifestación artística son reflejo de la realidad retratada, ojalá ahora (después de la función) giremos las tornas y lo que suceda fuera de la sala plasme de modo reflectante lo visto y planteado en su interior. ¡Bravas Todas las flores!
Crítica realizada por Fernando Solla