El Teatro de la Abadía reabre sus puertas con La gaviota, una de las apuestas de la temporada. Àlex Rigola versionando de manera muy libre el clásico de Chéjov. Reparto de esos que llenan plateas con un resultado poco convincente frente a las expectativas creadas.
La gaviota es uno de esos clásicos teatrales que despiertan curiosidad. De esos textos que hablan del teatro, de actores de ego y frustraciones desmedidas. De autores en busca de inspiración, de campiña rusa acomodada, de emociones tan humanas como el amor, desamor y celos, muchos celos y muchos sueños incompletos. De ambientes familiares aburridos hasta que un hecho inesperado los pone a prueba desencadenando casi siempre un hecho trágico, si es una muerte pues mucho mejor, ya que es de un romántico muy de hace dos siglos.
Rigola ha querido darle en las narices a Chéjov y eligiendo unos alter ego del panorama teatral actual ha montado una Gaviota de nueva normalidad. Intención que seguramente en el papel quedaba mucho mejor que sobre las tablas. Ha puesto a los actores “interpretándose” a sí mismos, pero claro, si contamos La gaviota, el recorrido llega un momento que se interrumpe y los actores se encuentran ante el vacío.
Un elenco liderado por Irene Escolar, quien vuelve a un terreno conocido por ella, pone su buen hacer y temple en escena, es un lujo verla ahí, pero me queda la sensación de falta de recorrido, un final forzado para ella, va de más a menos, como en general todo el montaje. Se agradece encontrase a Irene en un escenario, pero este no es el mejor de sus trabajos. Nao Albet saca su artillería pero se desinfla y se pierde después de su intervención inicial. Mónica López en su papel de dama del teatro que no acepta el paso del tiempo, está correcta, algo desdibujada en sus intervenciones. Su mejor momento, su enfado con su hijo queda en un quiero y no puedo al que se le debería pedir mucha más tripa, pero para ello hace falta que todo el montaje acompañe. Pau Miró, dramaturgo interpretando a un dramaturgo, bien como anecdota. Xavi Sáez en su papel de perdedor irremediable y Roser Vilajosana que es la juventud amarga, quedan bien, están bien, pero no consiguen levantar el vuelo de La gaviota.
Admiro el querer desmontar el clásico, adaptarlo, hacerlo casi autobiográfico, que el texto original se vea reducido a algunas acotaciones, para rellenarlo con anécdotas de los propios intérpretes, que hayan tenido la valentía de en cierta manera mostrar sus inseguridades y dudas. El montaje promete cuando tanto Irene y Nao interpelan y se preguntan por el valor de sus profesiones, por el significado del teatro actual, por su interés en hacer un teatro diferente, pero a partir de ahí el devenir se pierde y se diluye, quedando de La gaviota solo el título.
La escenografía firmada por Max Glaenzel es exigua, pero complementa la intención que se le ha querido dar a la propuesta. Vestuario y otros oficios teatrales no aparecen mucho en el montaje que nos brinda La Abadía. Posiblemente la pandemia y los nuevos tiempos no han jugado a favor de este montaje, que quizá sin todo lo que tenemos encima se celebraría por todo lo alto. Quizá el público tenemos la cabeza en otros lares más reconocibles.
Crítica realizada por Moisés C. Alabau