Medio año en suspenso, la “nueva normalidad”, pandemia, mascarillas. Un montón de rutinas han cambiado y nos han cambiado. El teatro se había quedado en el aire. Traición, el montaje del Teatro Kamikaze no llegó a estrenarse. Ahora se recupera, bendita Traición.
Traición es quizá de los textos menos sesudos de su autor, Harold Pinter. No por ello deja de ser una disección ácida y quirúrgica de unos personajes acomodados (como suele ser en las obras de Pinter) que ante algo tan recurrente como es una infidelidad, se descubren engañándose más a sí mismos que a los demás. En este montaje soberbio, el texto ha sido adaptado por Pablo Remón, lo cual es garantía suficiente de equilibrio justo entre emoción y sarcasmo. Unido a unas interpretaciones memorables y con la acertada batuta de Israel Elejalde, Traición, se convierte instantáneamente en uno de esos imprescindibles. Expectativas altas para nada defraudadas.
Años 70, perfectamente reconocibles por una elegante escenografía firmada por Mónica Boromello y un vestuario de Sandra Espinosa pródigo en pantalones acampanados y botas de piel dudosa. El viaje a la época es inevitable. Completan la escena un piano con Lucía Rey haciendo las delicias musicales del montaje. Acertado uso de la música que acompaña algunos de los silencios más tensos de la obra. La iluminación de Paloma Parra hace el resto.
El texto nos lleva del presente hacia el pasado, un juego macabro para los protagonistas, en que el público es conocedor de los engaños, de la fabricación de las mentiras, de lo que pasa por la mente de esos personajes. Se inicia con un tenso e incómodo encuentro entre los que han sido amantes, para terminar en el momento en que todo comenzó. Un viaje en el tiempo que ríase usted de Nolan y sus complejas teorías.
Miki Esparbé, Raúl Arévalo e Irene Arcos son los tres privilegiados de revivir esa historia cada noche sobre las tablas del Pavón Kamikaze. Lo que ofrecen es todo un recital de interpretación. A priori pueden parecer personajes fáciles, carentes de profundidad, más allá de su interés en que sus infidelidades no salgan a la luz y que sus negocios les sigan permitiendo un nivel de vida acomodado. Pero todos mienten, todos se traicionan. Ninguno es sincero, viven engañados y engañando. Raúl Arévalo sobresaliente en un papel de una acidez dolorosa, gestualidad y porte de actorazo, con una presencia que difícilmente se olvida. A punto de romperse en cualquier momento, pero manteniendo el tipo, mostrando la coraza. Una de las escenas -después de afirmar unos machismos irrepetibles- es estremecedora. Se acerca a su mujer y se produce un abrazo que rompe al espectador. ¡Raúl haga más teatro por favor!
Irene Arcos, a quien veía por primera vez sobre un escenario, me sorprendió más que gratamente. Su personaje puede parecer el más voluble, un objeto de deseo, casi sin opinión, pero lleva el peso de la traición por partida doble, aguantando el tipo. Brilla. Miki Esparbé se luce en un personaje que va descubriendo engaños, pero que se los traga y no reacciona. Contenido, no explota. La bilis no sale pero se intuye agolpándose en las tripas, deseando explotar.
Funciona todo con encaje de teatro de altura. Duración ajustada, ritmo ascendente, final esperado. Una vuelta al Kamikaze que es un regalo para el espectador. No se sentirá para nada traicionado quien se acerque al teatro a disfrutar de lo que se nos ha privado durante tanto tiempo.
Crítica realizada por Moisés C. Alabau