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29.06.2020 Críticas  
“Al desnudo”, desde la danza sinfónica a la performance electrónica

Los dos bailarines de Metamorphosis Dance y un artista visual compenetrados, sincronizados y coreografiados nos trasladan, con sus movimientos y uso de la luz desde la sala roja de los Teatros del Canal, a una dimensión mental y emocional en la que se fusionan lo corporal y lo eléctrico.

La quinta entrega del 35º Festival Madrid en Danza comienza bajo cánones más o menos convencionales. Masculino y femenino, él y ella, y una partitura sinfónica. La música de Philip Glass (compositor de bandas sonoras como Las horas y de obras que han sonado en el Teatro Real o el Gran Teatre del Liceu) supone un arranque totalmente eficaz en un espectáculo basado en la total y rotunda entrega de Iratxe Ansa e Igor Bacovich.

Los primeros minutos de este estreno son de una corporeidad muy exigente, elásticos, dinámicos, flexibles. La pareja coreógrafa y bailarina se complementa más que coordinarse, lo que da a su presencia una fluidez y a su trabajo un naturalismo vital que los acerca a la belleza del romanticismo, a la exaltación de lo que puede llegar a ser capaz el cuerpo humano cuando le guía el sentimiento y la emotividad.

Un discurrir que les lleva a dar cabida en su creación a Danilo Moroni, artesano de la luz que comienza como una intervención off-the-record para acabar siendo tan protagonista como ellos, haciendo que lo que era una pareja de música y movimiento evolucione hacia un triángulo que integra las posibilidades expresivas y expresionistas de la electricidad. Belleza y ciencia se unen de esta manera en un montaje que, sin dejar de ser arte, va convirtiéndose en física.

Así es como Al desnudo se introduce en nuevas fases, integrando elementos como la voz en off de Aia Kruse Goenaga interpretando textos de Iratxe e Igor que, junto con la entrada en juego de las proyecciones (pregrabadas unas, retransmisión de lo que sucede en el escenario), desvían la acción hacia lo conceptual y a otros registros del cuerpo. Queda atrás el ver cómo lo que escuchábamos se apoderaba de ellos, para ahora pasar a ser intérpretes -al compás de Johan Wieslander– que codifican, simbolizan y transmiten. La sensualidad y volubilidad anterior torna en rectitud y ángulo y lo que se nos ofrece es más comunicación que expresión, más manifestación que diálogo.

Un in crescendo en el que la luz se hace más protagonista, convirtiéndose en un elemento escenográfico que rodea, acoge y amplifica la intelectualidad en que termina por convertirse este espectáculo. Quizás demasiado elaborada y demasiado larga esta última etapa, y más cercana a la performance, lo que exige una atención mental donde antes bastaba con dejarse llevar. En cualquier caso, un cierre correcto en una creación estimulante.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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