novedades
 SEARCH   
 
 

05.03.2020 Críticas  
La patria es el idioma (o catarsis en una habitación de hotel)

El Teatre Tantarantana convierte sus Baixos 22 en una habitación de hotel «inteligente» y provoca una importante sacudida con Germanes. Una aproximación excepcional al texto de Wajdi Mouawad que encuentra en las voces y rostros de Mónica López y Lluïsa Castell dos cumbres interpretativas que bien podrían definir el compromiso de toda una profesión.

Tanto la traducción de Helena Tornero como la dirección de Roberto Romei dan en el clavo y trasladan esa necesidad de convertir en palabras aquellas inquietudes vitales, también al lenguaje dramático. Una de las mayores fortunas de esta propuesta es discernir y escenificar los requerimientos del aquí y ahora con respecto al conocimiento y relación establecidos en la última década con el autor y huyendo de los hábitos y procedimientos al uso cuando se representa Mouawad, por lo menos en la ciudad condal. Los artífices de esta adaptación han comprendido que no hay una sola manera posible de aproximación. Y sin desmerecer anteriores logros ni opciones esta oxigenación era conveniente.

Nos encontramos ante una pieza que, tanto para el público como sobretodo para el autor, llega después de la gran inmersión del segundo en el teatro más épico que se engloba en la tetralogía La sangre de las promesas y de sus aproximaciones a la mitología griega (aquí hemos visto el díptico Des mourants, compuesto por las piezas Inflammation du verbe vivre y Les larmes d’Oedipe, entre otras). En esta ocasión, la tragedia cede el protagonismo a una preocupación muy latente en la obra del dramaturgo: la singularidad de la vida cotidiana. Momentos que quizá pueden parecer banales para un observador externo pero que, sin embargo, son cruciales para quien los vive en primera persona, ya sea de manera exteriorizada o intrínseca. Se percibe una observación profunda de la propia familia, concretamente de su hermana y de una tradición muy arraigada en Oriente Medio como es la convivencia de la tercera edad con sus descendencia bajo un mismo techo. De este modo, Nayla Mouawad y la actriz Annick Bergeron sirvieron como inspiración creativa para unas ideas que, en escena, no buscarán crear necesariamente una continuidad lógica o narrativa.

Germanes se vincula con Seuls, anterior trabajo en solitario de Mouawad (que pudimos ver en su montaje original hace unos años en el vecino Teatre Lliure). Ambas forman parte de otra tetralogía, en este caso Domestique, que cerrarían Frères y Père et Mère. De hecho (y también en Montjuïc) nos visitó la puesta en escena primigenia de la obra que nos ocupa. Soeurs subía a las tablas a la propia Bergeron en lo que podríamos definir como una monólogo polifónico a partir de los distintos lenguajes que forman parte del discurso dramático y la lógica comunicativa de la estética a partir de la plástica audiovisual. Un macromontaje sin duda espectacular pero que necesitaba el distanciamiento autor-director que no siempre se logra cuando ambos roles los juega la misma persona. Hasta aquí las citaciones, algo necesario para entender la valía y repercusión de la presente aproximación.

Toda la puesta en escena refuerza la premisa de cómo nos enfrentamos a nuestros miedos y problemas y cómo el encerramiento en uno mismo termina por mecanizar una tendencia a la auto-ficción, en este caso impuesta por el contexto socio-político, familiar y personal. Unido a la pérdida de las raíces y el detrimento de la lengua original francófona, en relación a la anglófona, de la provincia canadiense del Quebec y a las profesiones de las dos protagonistas, aquí interpretadas por dos actrices (y no una para los dos personajes como en el original), y el recorrido de ambas durante el desarrollo de la función, el impacto es certero y recóndito.

Una abogada y mediadora en conflictos internacionales y una agente de una compañía de seguros. Como punto de encuentro una habitación de hotel que, en mitad de una tormenta, negará el francés en todo su sistema «inteligente» ante la indignación de la primera, aquí Geneviève, que verá negado su deseo de ser despertada, de dar la orden de encender o apagar la luz, incluso de interactuar con la nevera del minibar en su lengua materna. No en vano, la obra empieza con una conversación telefónica de la protagonista con su madre. Todo suma y todo llega en el punto exacto del desarrollo de las situaciones y su carga emocional. Roger Orra ha diseñado una escenografía que permite todas las entradas y salidas tanto literales como figuradas de cada personaje con respecto al espacio y a sí misma. Su iluminación y el espacio sonoro de Jordi Collet triunfan en los momentos más rupturistas del personaje de Geneviève, así como en los más reposados. El audiovisual de Pau Masaló sirve tanto para evocar atmósferas concretas como abstractas, localizaciones anímicas y climáticas y también para proyectar las acotaciones que lo son también figurativas del contexto físico y psíquico (ambos asfixiantes) donde las protagonistas han creado su pequeño mundo inventado llamado cotidianidad.

Y llegamos a las interpretaciones. Mónica López aparece en escena completamente metida en tan compleja situación anímica y muestra todo el abanico de sentimientos y sensaciones enfrentadas que vive en su interior a través de una portentosa expresividad facial. Sus dos escenas iniciales son oro puro. Cómo muestra y esconde sus temores a través de la representación de una conversación y una conferencia (de las que nosotros solo la veremos y oiremos a ella) y cómo reconduce las réplicas elididas para que nos llegue el diálogo completo con sus reacciones y su rostro es algo realmente increíble. El juego que establece y que propicia el trabajo de Tornero hace que sepamos cuándo se supone que habla un idioma y cuándo el otro. A través también de su trabajo físico nos arrastra con ella al estado alterado de su personaje hasta el irremediable estallido, donde con un trabajo corporal entregado y sobrecogedor aprovecha el uso de música electrónica y la luz estroboscópica para construir una escena memorable e imborrable de nuestras retinas. Su monólogo de «agradecimiento» por la masacre y humillación del pueblo francófono al no poder usar su lengua y, por tanto, olvidar su historia y negar a las hijas la escucha de las palabras de amor materno en su lengua natural resulta de lo más devastador que hayamos podido contemplar en un escenario en mucho tiempo.

Lluïsa Castell no se queda atrás y logra introducirnos en la historia de su personaje, cuando la catarsis de su compañera parecía haber llegado, y copar el protagonismo que le prescribe el texto para mostrarse con toda sinceridad y a través de una dicción hermosísima que aporta a cada palabra su significación y sonoridad precisas. De un modo en apariencia inverso, nos lleva desde el reposo y la contención por todo el camino que ha recorrido Layla. Un desencanto vital mostrado desde una amabilidad que paulatinamente irá convirtiendo la resignación aparente en una brutal muestra de aprehensión de sí misma hasta dejarnos clavados en la butaca. Brillantes las dos con dos interpretaciones que defienden y visibilizan a las que recuerdan los cumpleaños, anuncian las muertes, guardan los álbumes de fotos… A las que no han tenido una vida propia y necesitan rebelarse y verbalizarlo en su propia lengua para encontrar la tan ansiada liberación y no se conforman con solo intentarlo. Para todas ellas sirven de reflejo y referencia estas Germanes.

Finalmente, destacamos de nuevo el ejemplar liderazgo de la dirección de Romei y de la traducción de Tornero para aportar y ofrecer siempre la mejor solución escénica para cada situación y personaje. Confrontaciones internas plasmadas a partir de un preciso, hermoso y detallista uso del lenguaje y el/los idiomas de la representación y de los personajes y de su convivencia sobre las tablas con las distintas disciplinas (también polifónicas) que intervienen. Y, por supuesto, el trabajo de López y Castell que demuestran que su mayor fortaleza reside en la capacidad de ambas para mostrar de un modo particular y compenetrado una sensibilidad para el detalle y el matiz inconmensurable. Un auténtico regalo tanto para los espectadores como para cada persona individual que se esconde tras ese colectivo. De un modo magnífico alcanzan todas las cumbres y recovecos del texto de Mouawad, así como sus aspiraciones más universales y la gradación completa, minuciosa y pormenorizada de lo específico y particular. Un triunfo para ambas (y para nosotros).

Crítica realizada por Fernando Solla

Volver


CONCURSO

  • COMENTARIOS RECIENTES