Ha tardado mucho tiempo en llegar a España este texto de Jez Butterworth, que tantos éxitos cosechó de taquilla y premios en el West End y en Broadway. Jerusalem, estrenada en el Grec el pasado verano, llega al Teatro Valle-Inclán para contarnos la historia de un outsider británico que estaría celebrando el Brexit en estos exactos momentos.
Johnny “El Gallo” Byron (Pere Arquillué) tiene los días contados de vivir en una caravana en un bosque, frente a una recién inaugurada urbanización de lujo. El Gallo congrega todo el día a una serie de jóvenes descastados (Anna Castells, Adrian Grösser, Clara de Ramon, Guillem Balart) y viejas glorias pasadas de rosca (Marc Rodríguez, Víctor Pi, Albert Ribalta). Phaedra (Elena Tarrats) ha desaparecido, y su padre (David Olivares) sospecha que El Gallo sabe más de lo que cuenta. Todos ellos se reúnen en ese bosque, en torno de la destartalada tartana, encallada en ese lugar, como las vidas de sus personajes; en la noche de San Jorge, todos combatirán con un dragón.
Hay que acercarse a Jerusalem, como un acto de fe, ya que las tres horas de duración total, alejan a las masas de una sala de teatro, y solo los más fieles se atreven con esta bestia escénica. Fiel es la adaptación escenográfica de Alejandro Andújar, de la morada de Johnny Byron, aunque peca de plano y barato el entorno forestal, cuya ambientación, con sonidos en bucle, hacen flaco favor. Julio Manrique se encarga de la dirección de unos personajes que son tan arquetípicamente británicos, que conociendo uno, en profundidad, el ambiente chav, ninguna interpretación consigue transportarme a una rave alcohólica en un county. El texto se ha traducido del inglés (Cristina Genebat) pero la adaptación la considero fallida, y son tantas las referencias al universo de Albión, que solo un profundo estudio de la obra hubiese ayudado a traer al público español algo tan típicamente británico como todo lo que cuenta Jerusalem.
Indudable es el esfuerzo y las buenas formas de Pere Arquillué afrontando un personaje tan difícil como este, pero Manrique no ha sabido insuflarle el toque extremo y místico que requiere El Gallo. Este es un papel hecho precisamente, para ser interpretado como el fantástico, remarcaba y memorable discurso etílico de Albert Ribalta como Wesley, el dueño del pub local: aquí más es más y Byron parece más un hombre realmente derrotado nada dispuesto a morir matando, y solo confiando en esos gigantes, para que vengan en su auxilio, no como cómplices, sino como salvadores. El Gallo de Julio Manrique es más Phaedra, que la propia Phaedra: perdido, sitiado, y al amparo de cuatro chapas.
El dragón ha derrotado a San Jorge, y Jerusalem yace en el Teatro Valle-Inclán atravesado e inmóvil sobre las tablas, haciendo resistir a la audiencia en sus butacas las dos primeras horas (que es cierto que no pesan) hasta un intermedio que para muchos es una tabla de salvación para ni siquiera saber el desenlace. Es un cuento contado sin muchas ganas, aunque con ciertos méritos a reconocerle, pero los cuales se diluyen en ese mar que circunda Gran Bretaña y que pasa a ser una muralla acuática que impide que la magia ancestral cale en el público.
Crítica realizada por Ismael Lomana