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03.02.2020 Críticas  
Last night a DJ saved my life

La Sala Atrium se corona con Infanticida. El monólogo interior de Caterina Albert se convierte en un soliloquio musicado gracias a la unión de la dramaturgia de Marc Rosich, la partitura de Clara Peya y el impresionante re-diseño hacia la electrónica de Gerard Marsal. Marc Angelet agita con entereza el cóctel ideal gracias también al ingrediente estrella: Neus Pàmies.

Riesgo y sorpresa, sí. Probablemente dos de los conceptos más empleados para valorar esta pieza, y con razón. Pero incluso por encima de ambos se encuentran la estima, respetabilidad, congruencia, patrimonio, restauración, desagravio, investigación y desarrollo. Vayamos por partes. Lo primero que nos concede la obra es el abandono del pseudónimo de la autora, o por lo menos la inversión del orden «canónico». Caterina Albert fue Víctor Català durante mucho tiempo pero ya es hora de que huyamos de esta coletilla para referirnos a su persona y a su obra, por tanto a su legado, como corresponde. Un texto que no se estrenó hasta más de medio siglo después de su escritura por motivos que no nos toca a nosotros citar aquí de nuevo. Una mujer que se vio forzada a ocultar su identidad y su firma para desarrollar su obra y que nos presenta a un personaje femenino que busca la liberación desde la sumisión forzada al yugo del patriarcado y del despotismo disfrazado de amor.

Resulta muy alegórico del estado actual de la cuestión de género que la Nela del siglo XXI se traslade a lo que podría ser un manicomio y que, incluso a día de hoy, ese discurso intrínseco solo pueda expresarlo forzada y por obligación, ya que a lo que asistimos es a un interrogatorio. Un gran hallazgo de la puesta en escena y la aproximación, cuya defensa de nuestros bienes artísticos alcanza aquí volada universal y en tiempo presente, reforzando la valía actual de autora, título y personaje. Rosich convierte a Albert en letrista de sus propios versos con una adaptación y dramaturgia que se nos antojará invisible. Tendremos la sensación de que el ritmo y cadencia de la estructura dramática no han sido modificados y nos parecerá que la autora fue libretista visionaria y a posteridad. De algún modo se establece una línea de diálogo implícita entre el aquí y ahora de Caterina y el nuestro. Impresionante demostración de que monólogo interior en formato musical es plausible. Y decimos formato y no género. Y es que, a día de hoy, resulta absurdo «reducir» a una más dentro de la tipificación por categorías excluyentes a una manera tan particular de dimensionar y configurar las herramientas de expresión de historias y personajes. Resulta absurdo, de hecho, que las categorías genéricas sigan siendo excluyentes y en este caso también hay una gran aportación al respecto.

Lanza rota en favor del musical. Pero es que todavía hay más. Aquí nos adentramos en el terreno de la electrónica (¡y con letra!). Se suele asociar música electrónica a noche estupefaciente y discoteca. Y no, hay mucho más. Con lo que sí que entroncamos es con esta sensación de liberación introspectiva que provoca la llegada culminante al estado de embriaguez, entre narcótico, hipnótico y alucinógeno (o no, dependerá de la experiencia e implicación de cada uno). Se logran asimilar de un modo inexplicable distintas etapas o movimientos de los estados anímicos que nos sacuden cuanto entramos en un local donde pinchan música electrónica. Estas fases entroncan con los distintos estadios del monólogo interior. Los beats marcan el ritmo de los latidos y pulsaciones no solo de las barras y frases musicales sino también de la emisión del texto cantado y de la recepción de los espectadores. Esto diluye fronteras entre canal o código, emisor y receptor de un modo maravilloso y muy revelador.

No solemos encontrar espectáculos en los que lo multidisciplinar se lleve tan al extremo, con un texto «clásico» como punto de partida y con un recorrido tan parejo y fiel. Realmente, esas pulsaciones primarias (esos beats) y esa euforia se nos trasladan o truncan gradualmente (en función de los requerimientos de cada momento) y de principio a fin, siempre teniendo en cuenta el recorrido y desarrollo de la confesión de Nela, así como sus picos, cumbres y llanos. Nos parecerá oír la persistencia y fuerza expresiva de la autora de un modo muy especial y que capta esa visión pesimista y acerba de la sociedad y el individuo. Un mundo rural ni bucólico ni idealizado pero sí arraigado a la tierra. Una mixtura de fatalismo, naturalismo y simbolismo para plasmar el (sin)sentido de la vida humana. Uniendo y alterando (de nuevo) lineas temporales. Mientras nosotros podríamos pensar que estamos salvando a autora y personaje, en realidad oiremos a una Caterina que desde nuestras estanterías confesará agradecida «last night a DJ saved my life».

Un resultado tan potente como el que consiguieron los Pet Shop Boys con Closer to Heaven en 2001. Y sin embargo, ni desmereciendo el trabajo de Jonathan Harvey, ellos no contaron con un libreto ni una letrista de excepción como sucede aquí. Ni un adaptador-dramaturgo como Rosich, que se ha entendido a las mil maravillas con la partitura íntima y emocional compuesta por Clara Peya. Y todavía mejor con Gerard Marsal, que ha logrado a través de todo lo expresado en el párrafo anterior re-diseñar lo que podría haber sido algo hermoso y delicado pero habitual en una orgía entre forma y contenido, que plasma y transmite la emoción a través de lo sensorial sin perder nunca el foco y con algunas soluciones, aportaciones y matices excepcionales (véase el giro del tono de la llamada telefónica hacia el progressive). Todo casa y está empastado a la perfección gracias también a un espacio sonoro que consigue un balance óptimo entre voz y música, así como en su planificación y volumen. Y por supuesto, por el entendimiento de la iluminación de Pol Queralt y la escenografía de Laura Clos (Closca) y Felipe Cifuentes, así como por el diseño audiovisual del último. Algunos objetos retro para un espacio que combina lo lúgubre (también de la situación) con el blanco (pantalla y punto de luz que busca la protagonista), así como representa la frialdad y opresión del espacio cerrado y asfixiante, tanto el exterior como el interior, tanto o más sombrío.

La dirección de Marc Angelet ha sabido recoger el trabajo de toda la compañía y conseguir que el monólogo sea a dos voces. No habría Infanticida sin Neus Pàmies, pero tampoco sin la presencia en escena de Marsal. Puede llegar a resultar muy complicado cantar en directo, con todas las modulaciones de la voz convocadas en coordinación con las armonías y rupturas que propone la electrónica. La intérprete consigue yuxtaponer las características propias del monólogo interior huyendo del recitativo y ejecutando con una cadencia y afinación rebosantes de expresividad. En un musical «al uso» las canciones servirían de huída a los personajes para expresarse cuando ya no pueden seguir hablando y Neus logra que lo intrínseco asome con progresión pero ya desde un inicio que para el personaje es asfixiante y del que necesita huir. Consigue que el ritmo de la música no nos parezca confeccionista ni conduccionista en exceso más allá de su fantástica interpretación. Además integra el movimiento (asesorado por Maria Salarich) y domina el espacio a la vez que convierte a esta Nela en ejemplo de lo que debe ser una interpretación en este formato. Texto, canto y desplazamiento perfectamente integrados y listo para aparecer en un plano conjunto u oscilante, siempre alerta y con pasmosa capacidad. Un recorrido por el panorama escénico de los últimos años más que destacable que aquí parece convocar todo lo aprendido para crear algo grande.

Especialmente su trabajo, como también el de todos los implicados, aporta argumentos a favor de la despenalización del musical, en muchas ocasiones demasiado fiscalizado por una aplicación de la ficción que castiga que el método de expresión sea cantando, negando a la poética de la imaginación que esto pueda suceder y malinterpretando los términos de simetría y autenticidad en su contra en lugar de como uno más de sus reflejos. Si en un contexto determinado nos parece admisible que aparezca Superman y vuele, ¿por qué no lo va a ser que Nela y tantas otras creaciones en forma de personaje se manifiesten y desarrollen en toda su amplitud y profundidad cantando? Y si además, esto se hace defendiendo y desarrollando el formato, pues todavía mejor. ¿Ópera electrónica o monólogo musicalizado? Ambas opciones nos parecen viables, aunque eso sí, que nadie espere arias como la de la Diva Plavalaguna de El quinto elemento (The Fifth Element, Luc Besson, 1997). Esto de aquí, para nuestra suerte, es otra cosa.

Finalmente, una posibilidad muy ilusionante y menos improbable de lo que pueda parecer, aunque aquí estaría bien crear una red sistemática de cooperación y contribución a la causa. Tenemos tendencia a considerar que tanto el rasero deseable que certifica el pedigrí artístico de los espectáculos como la capacidad de exhibición y distribución que los contiene lo marcan el resto del continente en general y algunas capitales en particular. En lo que al formato musical se refiere, la londinense es sin duda la más visitada, emulada y mencionada. Lo que no solemos hacer es hallar parentescos similares más que razonables entre líneas e inquietudes de programación y espacios de exhibición. Y la combinación, InfanticiaSala Atrium (Patrícia Mendoza) por fin consigue esto último y se convierte en ideograma simbólico del Union Theatre (Sasha Regan), allí por el Southwark de Londres. Esto es importante y una realidad. Ahora solo falta que lo sepa todo el mundo. Activemos los altavoces del orgullo y la admiración, que también sirven para difundir y expandir mucho más allá de zalamerías insustanciales. Alto y claro: Sasha, look at us!

Crítica realizada por Fernando Solla

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