El Teatre Akademia apuesta de nuevo por Els Pirates Teatre. La compañía adapta a Molière y Jean Baptiste Lully y demuestra que se puede ser fiel a un estilo sin repetir nunca espectáculo sino acercando forma y contenido a las necesidades escénicas actuales. Confrontación y mirada puestas en la sociedad receptora y reflejada de manera impetuosa y ocurrente. Arrebatadora.
La puesta en escena es impecable y dinámica. Un trabajo conjunto que visto con perspectiva resulta un gran hallazgo. Especialmente por la recuperación de la comedia-ballet, no como galería anacrónica sino como un género idóneo para contener este magnífico rompecabezas. Un género que se basa en sucesos contemporáneos y muestra personajes cotidianos (tanto en el siglo XVII como en el caso que nos ocupa) y que en este mundo en el que el máximo de modernidad (también artística) parece ser ponerse una camiseta con la consigna «No me fucking importa» resulta muy revelador. No se trata de pasar a formar parte del engranaje del poder dominante sino de jugar con él, apropiárselo y adueñarse de sus formas expresivas para mofarse y hacer escarnio del mismo modo como anotó Molière. Así recibimos esta adaptación de El burgués gentilhombre. A través de la belleza de un relato clásico en prosa certificado con este sello pirata que aquí alcanza su mayor y mejor denominación de origen: una suerte de revisión de la memoria colectiva de la representación que lee cómo se han enfocado tradicional e históricamente estas piezas en relación a lo que sucedía en cada momento y qué nos dicen a día de hoy o qué queremos decir(les) nosotros con/a ellas.
Molière, música antigua y danza barroca. Muy acertado (y meritorio) el ritmo que Adrià Aubert le imprime a la dirección escénica, a partir de la dramaturgia conjunta de todos los implicados. Si bien se han condensado los cinco actos (y cuatro horas) del original en noventa minutos de función, podemos percibir tanto el desarrollo de las situaciones principales como la estructura y recorrido narrativo del original, con un largo planteamiento de sucesos y personajes y un desenlace de rápida resolución. Esto se traduce en un tramo final apoteósico que nos arrastra e invita a un festival interpretativo que sin duda se sitúa en lo más alto de la temporada teatral. Aubert consigue que la obra no se reduzca a este final, sino que éste sea el resultado de todas y cada una de las decisiones anteriores, ya que de un modo pacífico y apacible se ha aproximado al barroquismo de la pieza. Una obra clásica en la que cada idea, recurso o aportación se exprime hasta alcanzar sus cotas más altas de representación para conseguir un equilibro perfecto y muy bien hilado y mostrarnos una pieza de época plagada de anacronismos. Para ello se ha usado una nueva traducción conjunta que también bebe de la de Josep Carner y ayuda a diseñar un texto esbrozado hasta la esencial y que mezcla situaciones y altera el orden hasta formar un rompecabezas que nos invita a jugar de un modo completamente orgánico de principio a fin.
Anna Romaní ha ideado una coreografía que mantiene una de las danzas originales compuesta especialmente para la pieza pero, lejos de conformarse con el ejercito arqueológico, consigue difuminar prácticamente cualquier barrera jugando con el baile e integrando el movimiento escénico de los intérpretes y los diferentes elementos de la escenografía. Se establecen una serie de hermanamientos entre disciplinas. El de la coreografía, escenografía, vestuario y caracterización sería el primero. Piezas de ropa y elementos escénicos y figurinismo que aportan una paleta cromática que sirve de base para todo lo que va a ir sucediendo en escena, así como los distintos cambios de personaje de los intérpretes. Un espacio prácticamente vacío para que el movimiento pueda desarrollarse con el ritmo y aire necesarios y un juego de paneles realmente bien diseñado e vertiginosamente integrado. Cromáticamente todo está combinado de un modo muy adecuado a los requerimientos y las características que hemos ido describiendo (muy buen trabajo de Enric Romaní y Maria Albadalejo) Dirección e iluminación forman el siguiente pack. Aubert ha conseguido marcar el tempo con el trabajo lumínico, favoreciendo entradas y salidas, cambios y sobretodo los maravillosos apartes que comentaremos más abajo y facilitados también por unos efectos sonoros más que propicios.
Y por último, el de todos y la interpretación. Muy ingenioso y bien tramado el juego de máscaras con los rostros de los mismos intérpretes, que irán intercambiando en diversos momentos de la función. Como no podía ser de otro modo en esta propuesta, todos ellos están convocados en escena. Si los guiños lo son hacia la actualidad no menos hacia la compañía, que aprovecha para encontrarse en escena y celebrarse incluyendo bromas internas en las líneas de diálogo. Un director escénico que interpreta al segundo lacayo, coreógrafa que es maestra de danza, directora musical que es también intérprete… Nos gusta ver sobre las tablas a Adrià Aubert y a una Anna Romaní francamente cómoda y asombrosa, acompañando a su familia escénica. Si todas las disciplinas están convocadas sobre las tablas, ellos no podían faltar. Ariadna Cabiró interpreta piezas de música antigua (muchas originales barrocas y tradicionales) al clavicémbalo (cuyo color parece determinar el de toda la propuesta). Instrumento noble para una interpretación que también lo es tanto en lo musical como en la indescriptible y épica participación final. Ella representaría la música tocada, que lo será también cantada por toda la compañía. Ricard Farré lleva a su Tomàs Jourdain por todos los caminos que debe transitar y se lanza de un modo tan entregado que parecerá que lleve toda la vida interpretándolo. Su escena de «las vocales» con Laura Aubert es fantástica. Tanto como todas las intervenciones de la segunda, que se crece en un último tramo desternillante y que hace maravillas con el texto, así como con su pronunciación. Un juego constante. A su vez, Laura Pau, transita por un amplio abanico de recursos y aprovecha un personaje principal (Angelina) que permite los momentos más íntimos, incluso dramáticos sin renunciar a la comicidad más desbocada. Tajante en las réplicas cuando así deben serlo, su aproximación al texto desde los diversos registros (conversación, réplica, apartes, mutis), así como su expresividad facial son deslumbrantes. Juntos recrean escenas a dos, a tres y a cuatro, a medido camino entre la comedia y la burla que son ya antológicas (las discusiones entre las dos parejas serían un buen ejemplo).
A destacar, de entre todos, dos elementos que distinguen esta propuesta. En otras ocasiones hemos comentado los giros genéricos que Els Pirates idean para los personajes y su desarrollo. Este punto de vista femenino no solo impulsa el debate con la misma pieza sino que reivindica la feminidad en muchos aspectos donde las distintas épocas y constructos sociales de cada momento no la han tenido o tienen en cuenta. Pues bien, en este caso el cambio sigue presente y sin dejar de captar ninguna de sus intenciones creemos empezar a percibir una normalización en la recepción del público, algo muy importante y que ha aportado (y aporta) a la cuestión de género. Vemos de este modo cómo muchas de las escenas están planteadas desde el punto de vista de Angelina y Nicolaua. Y quizá, lo más sorprendente y persistente durante la representación, el uso metalingüístico de los aparte. Introduciéndolos prácticamente como tema se enriquece el resultado final de esta estructura. De manera alusiva, se despierta un interesante debate entre códigos y canales de comunicación clásicos y actuales. En un momento en que estamos más que absortos por el formato pantalla que se nos recuerde que el flashback y otros muchos recursos ya estaban inventados hace siglos por el teatro no deja de ser un hermoso gesto. Los momentos conjuntos al respecto entre Laura Pau y Laura Aubert son grandes hitos de la función, así como las disputas entre sus respectivas maestras de música, filosofía y danza (en este caso, Romaní).
Finalmente, La mascarada consigue reflejar no solo la supeditación individual a las apariencias y el ansia de poder sino hacerlo a partir de las carencias e incapacidad de los portadores de tan absurdo afán de alcanzar o ni siquiera comprender en qué consiste la noción de mando, autoridad o supremacía. Una aproximación que muestra la voluntad del autor de erradicar la pretenciosidad, pedantería y falsa erudición de un modo tan sano como certero: reflejando, desenmascarando y haciendo reír. Els Pirates lo consiguen convirtiéndose en honrados portadores de estas máximas y, además, siendo fieles e incluyendo en la función tanto su manera de entender las artes escénicas como su propia identidad artística y el rol individual de cada integrante dentro de la compañía. Por la adaptación, la recuperación y puesta al día de la comedia-ballet, los guiños, las carcajadas y (por supuesto) las interpretaciones y la fantástica lluvia de aguacate(l)s, la visión piratil se revela, de nuevo, como la más «influent-ser».
Crítica realizada por Fernando Solla