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07.01.2020 Críticas  
La musa y la actriz

Prorrogando en la sala El Umbral de Primavera, me acerco a Elizabeth Siddall de Inés Piñole, con María Giménez de Cala abordando un monólogo sobre la principal musa de los prerrafaelitas, una mujer con más aspiraciones que servir de modelo y amante.

Muchos son los personajes olvidados de la historia, y hasta su protagonismo queda en la sombra, aún cuando se encuentran en el imaginario popular; y este es el caso de Elizabeth Siddall, la que ha pasado a ser la Ofelia pictórica: esa mujer de cabello rojo que flota en el río, rodeada de flores y vegetación fluvial, retratada por Millais.

La propia María Giménez se ha encargado de adaptar la obra de Inés Piñole, y junto con el director, Paco Montes, han ido dando forma a este texto vivo y por lo que me consta, en actual evolución, en los que la actriz ha hecho adiciones de su propio proceso creativo en la preparación del personaje, que puede vislumbrarse en el brillante tramo final, donde Elizabeth y María confluyen a la forma de ‘Posesión’ de A.S. Byatt, con una relación casi epistolar en la que la actriz conecta sus propias vivencias con la poderosa y denostada figura de Elizabeth Siddall.

Creando una evocadora atmósfera en la sala, con la colaboración de la música de Bruno Axel, que podemos encontrar en la mayor parte del montaje, María Giménez nos va relatando muchos detalles de la biografía de Elizabeth Siddall, desde el momento en que ella ha sido apartada del foco de creación de la Hermandad, y pasado a ser sustituida en los lienzos y en su cama por jóvenes modelos que, como ella en sus comienzos, cuentan con los atributos físicos del gusto de los creadores. Elizabeth ve cómo su marido Dante Gabriel Rossetti la relega a un segundo plano creativo y emocional, que la sume en un profundo estado depresivo, agravado por su adicción al láudano.

María Giménez es una Elizabeth Siddall veraz, cuya adaptación física a las exigencias del personaje y su palidez y pelo rojo, como los de la protagonista de la tragedia, ayudan a olvidar por momentos a la actriz, y presenciar ante nosotros a la artista, cuya faceta como poeta y artista fue esponsorizada y admirada por críticos de la época. Como una temprana Virginia Woolf, Elizabeth pudo disfrutar un tiempo de “una habitación propia” para desarrollar su creatividad y poder dedicar sus últimos años a ser algo más que una modelo a la que admirar por su paciencia, pasividad y belleza física.

La inteligente escenografía de Quique Martínez, la valiosa investigación del personaje por parte de María Giménez, y la libertad creativa que Paco Montes ha otorgado a la actriz, hacen que este montaje, pese a resultar por momentos una mera biografía de una figura silenciada por la historia, cale en la audiencia en la carta final escrita por la actriz a Elizabeth, quedando la interpretación en un segundo plano, y pasando a ser la verdad en escena.

Uno abandona la sala con una grata sensación y sincera curiosidad ante un personaje invisible, que si no llega a ser por el empeño de una actriz anónima en darle voz, quizás yo nunca hubiese llegado a conocer ni a Elizabeth ni a María. Ellas para mi, y para todo el público que se acerque al teatro, ya tienen un sitio en la memoria y en la historia, y han pasado de ser, en cierto aspecto, anónimas, para ser eternas.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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