El Teatre Romea recupera Jerusalem tras su paso por el Grec Festival Barcelona. La presencia de Jez Butterworth en nuestra cartelera resulta un ejercicio teatral muy sano para enfrentarnos a uno de los autores más representativos de las dos últimas décadas. El tándem Julio Manrique y Pere Arquillué capta tanto las resonancias épicas como las antiheroicas del original.
La visión de Manrique contempla el original cono ojos fascinados y arrobados y al mismo tiempo lo sirve (con acierto) y sin demasiadas alteraciones. Visto el impacto que provocó la pieza en su estreno londinense cabía la pregunta de ¿por qué aquí? Es decir, la implicación emocional del público local parecía despertar de unos referentes, simbología y conocimiento del mundo (físico e interior) compartidos por autor, audiencia y personajes. Un punto de unión entre diversas generaciones vínculadas por el hastío vital provocado en parte por las posibilidades y la explotación del entorno original. Parecía complicado poder plasmar lo que sucedió en el Royal Court Theatre en 2009. Nada más alejado de la realidad, puesto que aquí se ha sabido alcanzar esta «universalidad» subyacente en Butterworth y en el poema/himno de William Blake del que adopta el título la obra que nos ocupa y al que se recurrirá en varios momentos de la función.
Un personaje prácticamente «falstaffiano» que tiene todas las papeletas para ser el enemigo público número uno, que facilita drogas a menores y que de algún modo rehúye de su paternidad (por lo menos en presencia)… ¿Cómo transformarlo en reflejo y homenaje a la nobleza del pasado de una nación? ¿De un espíritu atado a la tierra, a un deseo de vivir a lo grande? No es tanto que Jerusalem glorifique al protagonista sino que lo reconoce como representante del carácter nacional y cómo éste ha cambiado. Y con esto, podemos sentirnos identificados todos y en varios aspectos.
La interpretación de Arquillué habita los monólogos dramáticos y los lleva a un terreno propio y alineado con las directrices de esta aproximación. Aporta el peso y bagaje que se le supone a un personaje de repertorio clásico y al mismo tiempo lo enfrenta con una actitud salvaje en el gesto y medida en la intensidad e intención de los parlamentos. Un fiel defensor de la traducción de Cristina Genebat, que recoge un modelo mixto entre los distintos niveles del lenguaje y no busca tanto un realismo inmediato sino situar las ínfulas míticas (y místicas) de este flautista de Hamelin desarraigado y de apariencia ruin que es Johnny Byron. Un ser estrafalario y con múltiples y superpuestas capas ideológicas y de comportamiento que nuestro intérprete enfrenta combinando una deificación y demonización compactadas y algo más comedidas de lo que pueda parecer a simple vista, acercándose a lo que escribió Butterworth.
La escenografía de Alejandro Andújar consigue en interiores alcanzar esa dualidad que representa la obra. Un lugar donde perderse y desaparecer y, al mismo tiempo, encontrarse. La intimidad emotiva que deben despertar los personajes y sus relaciones y motivaciones y al mismo tiempo la explosión brutal y potentísima de vernos sumergidos en la rave más desfasada. La escenificación de estos momentos son, sin duda, lo mejor del espectáculo. La explosión, la catarsis, la necesidad de quemarlo todo hasta el último cartucho, de trascender los límites del bosque como espacio mental y de libertad… En este terreno, la iluminación de Jaume Ventura y el espacio sonoro de Damien Bazin son clave para que esto suceda. Da igual si se ha participado en muchas, alguna o ninguna «fiesta» de este tipo, que la sensación la sentimos en nuestro interior y nos situamos de inmediato en ese estado anímico. A destacar, la interpretación de Marc Rodríguez, un Ginger que parece haber caído en el barril de una «acid house party» de los ochenta y de un fantástico Albert Ribalta.
Finalmente, visto el resultado y el alcance de este Jerusalem, no parece descabellado imaginar que en un futuro no demasiado lejano las obras de Jez Butterworth visiten nuestra cartelera. No olvidemos que en el vecino Teatre Goya ya pudimos ver en 2012 ese retrato de las frustraciones y deseos ocultos de la gente corriente en Parlour Song. Títulos como The Ferryman o la loquísima The Night Heron serían una buena opción, pero todavía impactados por el talento del «elenco joven» de la pieza nos viene a la cabeza el chute de adrenalina que podría suponer una versión autóctona de Mojo liderada por Elena Tarrats, Adrián Grösser, Guillem Balart, Anna Castells o Clara de Ramon. Ahí queda eso.
Crítica realizada por Fernando Solla