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16.12.2019 Críticas  
El llanto que se torna risa

Acaba de estrenarse Divinas palabras, de Valle-Inclán, en el Teatro María Guerrero de Madrid. José Carlos Plaza se ha encargado de dirigir a un elenco de lujo en este montaje desgarrador y sencillo, fiel al texto original, que muestra el ámbito rural a través de personajes marginados, de feriantes y buscavidas que transforman el llanto en risa.

En el centro del escenario, una tela hecha de retazos, de diferentes colores y tamaños, se convierte en un recinto de feria, en la fachada de un edificio, en una taberna, en un sendero; desde el comienzo y durante toda la función, el espectador respira y vive el ambiente polvoriento y sucio, los ruidos de los caminos, las murmuraciones de las supuestas beatas y los cantos de los que hablan de más, de los que señalan con el dedo, el suspiro del placer, de los cerdos. Plaza es un maestro de conectar los sonidos con los cuadros para crear la expectación necesaria, el punto justo de curiosidad y de asco.

En esta línea, Javier Bermejo realiza un trabajo perfecto, escalofriante y sumamente realista como el Baldadiño, personaje que se encarga de propiciar el clima sórdido y arrollador de aquellos vivos o muertos en vida, que vagan ociosos o con intención de sacar provecho, incluso de un pobre inválido, al que se atreverán a llamar inocente. La sexualidad reprimida de la que habla Plaza en el programa de mano comienza con este personaje en el que se unen niño y adulto, que es capaz de provocar, al mismo tiempo, risa, ternura y la más profunda desolación del alma, con el simple movimiento de brazos, con cada uno de los sonidos que emite o cada una de las palabras que repite.

Destacan los encuentros entre Séptimo Miau (Alberto Berzal) y Mari Gaila (María Adánez), o las intervenciones de Simoniña (María Heredia), que, como el enfermo inválido, posee la experiencia heredada de los adultos y se muestra precoz, pero aún muestra signos de miedo ante lo que ve, lo que sabe que será su vida. Heredia aporta al personaje una gracia natural, distintiva, poco usual, que alivia la muerte, si lo podemos decir así, y encaja de maravilla con las escenas más costumbristas y castizas del espectáculo. En este sentido, Adánez se luce como feriante, cantante y bailarina despreocupada, que celebra la vida entre la podredumbre.

Por otro lado, he de mencionar la solidez en la interpretación de Diana Palazón como Juana Reina, que lleva el peso del inicio y consigue introducir al espectador de lleno en su mundo, la fuerza de Consuelo Trujillo como Marica del Reino, especialmente en sus interacciones con su hermano Pedro Gailo (Carlos Martínez-Abarca), o la mirada de la alcahueta, maternal, serena y avispada, de Ana Marzoa como Tatula. No obstante, los momentos en que el montaje realmente brilla se producen cuando la mayoría de los personajes se encuentran en escena; y no solamente hablo del trabajo coral o de la compenetración entre los actores, sino de la belleza de color y luz, que supera cualquier condición o situación. Entre las mejores, en mi opinión, podemos incluir las conversaciones en los caminos y las ferias, especialmente aquellas entre Mari Gaila y el Ciego de Gondar (Chema León), o el juicio inicial en que se decide el reparto del inválido entre los familiares.

Es un acierto la escena final en que Mari Gaila transporta el cuerpo del inválido a casa, ya que, a través de la coreografía de corte onírico se revela la aceptación y la resignación al infierno, al mundo de los condenados, a la miseria y al alcohol. Los cantos religiosos y los rezos remiten a lo sagrado y también a lo infernal, a lo prohibido, a la hipocresía y a la ley del más fuerte. A ello también contribuye el grupo de los cerdos y el de las mujerucas sin cara ni nombre, que crean la sensación de permanente desasosiego, pecado, exposición.

Divinas palabras es, como ya sabrán, una obra maestra, un compendio de sabiduría, de observación del ser humano, una invitación a reírse de la vida y la muerte, a experimentar la risa y el llanto como dos caras de la misa moneda. El adulterio y la honra, al fin y al cabo, y como bien muestra el montaje dirigido por Plaza, son asuntos menores, acontecimientos normalizados y perdonables, entretenimientos del pueblo hambriento, en todos los sentidos.

Tremendo elenco, tremenda historia, nada fácil de llevar a la escena. Plaza lo hace con matrícula de honor, en un montaje en que es innegable la garra y el protagonismo de los personajes femeninos. La obra de Valle-Inclán es un circo, es una carpa, un bar, una fiesta, un campo, el egoísmo y el interés, la absolución de aquellos pícaros desesperados que han de sobrevivir.

Crítica realizada por Susana Inés Pérez

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