Lázaro, de Roberto Hoyo, ha pasado por la Sala Cuarta Pared de Madrid como parte del Festival Essencia 2019. La pieza unipersonal, ganadora de Premio de Dramaturgia Russafa Escénica, se basa en la obra anónima del Siglo de Oro para darle un giro actual y canalla a ritmo de hip hop, que atraerá a una mayoría de jóvenes al teatro.
Hoyo comienza recitando las primeras frases del Lazarillo de Tormes, pero pronto abandona esta tarea. Se propone abiertamente actualizar el lenguaje y espera hacernos “flipar”. Acompañado por Marco Ferreira, su DJ personal, el joven intérprete de 23 años improvisa, interactúa con el público, les enseña las cicatrices de una vida e incluso les ofrece una litrona. No obstante, el ambiente distendido y guasón no resta, sino que añade al trabajo de palabra y cuerpo de Hoyo.
Todos los espectadores estamos sentados en el suelo alrededor de Ferreira y Hoyo; el último nos recita sus versos y nos anima a movernos y a sentir el ritmo. Sin duda, se gana a los espectadores desde el minuto uno. El resto es coser y cantar… o rapear, más bien. Como Lázaro de Tormes, este Lázaro contemporáneo es entregado a un ciego con el que convivirá en una pocilga. Genial es el juego con el significado de la palabra ‘ciego’ que, más que a una persona, podría también aludir a la borrachera y aturdimiento, al lamentable estado en que se encontraban.
Sin perder el humor, Hoyo nos habla de ratas y de drogas, de suciedad y de abandono. Él también es un pícaro, como el Lazarillo del siglo XVI, y, por lo tanto, tiene hambre y debe sabe venderse: “hay que saber de marketing para sobrevivir en la calle»; nos dice. En definitiva, es todo un emprendedor. Por otro lado, conserva la violencia de la novela y también recibe las palizas de sus amos, en este caso, de un policía de la secreta, que narra como si se tratase de un partido de fútbol.
Además del encanto de Hoyo, encantador de serpientes, uno de los puntos fuertes del montaje es la compenetración entre ritmo y palabra, entre Hoyo y Ferreira y, en especial, los momentos en que el primero experimenta con el movimiento y los pasos de break dance a medida que narra la historia. En este sentido, no puedo dejar de mencionar el que me parece el momento estrella del espectáculo: la conversación con un camello marroquí en que prima el humor a partir de la confusión y la barrera del lenguaje. A través de movimientos secos y robóticos acompañados de sonidos por el estilo, Hoyo es capaz de interpretar a ambos personajes con soltura, llegando a parlotear un francés bastante creíble.
Lázaro es una réplica al Lazarillo y a la novela picaresca, un guiño a este pícaro universal que continúa existiendo en la actualidad. Una delicia para sonreír, disfrutar y vibrar al ritmo de sus versos en los que no falta crítica social en torno al tema de los refugiados o del propio sistema capitalista en que vivimos. “Todos somos esclavos”; recita en uno de los cortes.
Hoyo demuestra sus capacidades para investigar y trabajar con la palabra y con el cuerpo simultáneamente y mantiene las características del relato del Siglo de Oro aportando su toque original y contemporáneo. El joven intérprete cosecha alegría y buen hacer con este sencillo montaje, en que, sin duda, se pone del lado de Lázaro y le libera de sus amos, o de la mala vida. “Dejé de tener amo para ser el puto amo”, dice, mientras un corro de espectadores le rodea, saltando al ritmo de este último corte. Larga vida a la picaresca y larga vida a Hoyo.
Crítica realizada por Susana Inés Pérez