El Gran Teatre del Liceu acoge el estreno barcelonés de la última puesta de Doña Francisquita de Amadeu Vives. Muchos dirán que la de Lluís Pasqual. Sí, por supuesto que el peso de su dirección escénica y adaptación transforma y modifica. Lo hace. De un modo fantástico y que se convierte en celebración y homenaje. Enaltecimiento y revalorización.
Un montaje que quedará en la memoria de los espectadores. El amor por el género que desprende cada una de las decisiones de la puesta en escena es prácticamente interestelar y digno de análisis. Por partes. Doña Francisquita se basa en La discreta enamorada de Lope de Vega. El libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw se mantiene intacto en lo que se refiere a la letra de las piezas musicales y se sustituye completamente en las partes habladas. El propio Pasqual firma el nuevo. Decir nuevo es ceñirnos a la naturaleza del texto porque, en conjunto, la integración con el material original es absoluta y oculta cualquier costura o zurcido.
Texto y dirección sitúan cada uno de los tres actos en una época diferente. El primero nos lleva a 1934, en un estudio donde se pretende grabar la zarzuela en disco en una iniciativa del gobierno de la República. El segundo, nos traslada a un plató televisivo de Prado del Rey. Ya en 1964, un productor televiso debe contentar a un primer ministro franquista que le pide cortar la parte hablada y ceñirse a la musical. Por último, el tercer acto nos sitúa en la actualidad, en un ensayo que de algún modo recoge y toma el testigo de anteriores aproximaciones y artistas y es donde se materializa tan sentida cortesía y consideración. Un actor como hilo conductor entre los tres. Mismo rol y función en el relato dramático para tres personajes: productor discográfico y televisivo y director de escena (alter ego de Lluís). De lo que se trata aquí es de resaltar cómo el género ha sobrevivido a lo largo de los años y qué uso se ha realizado del mismo, a menudo alejado de sus virtudes artísticas.
Muy aplaudidas sus adaptaciones de textos y autores del Siglo de Oro español y de la comedia clásica italiana, Pasqual ha querido aplicar lo que mejores resultados le ha aportado en este terreno teatral y operístico para conseguir, principalmente, dos cosas. Defender el verdadero teatro musical español y favorecer que los intérpretes del género actúen, a través de las canciones y especialmente pero también más allá. Esto lo ha unido al canal y formato con el que muchos de los aficionados accedían a la zarzuela, que era mediante la escucha en gramófono o, posteriormente, televisión u otros soportes. También se consigue transmitir de modo adecuado y particular pero completamente integrado la valía artística y capacidad transmisora y emotiva de todas las disciplinas que intervienen, véase la danza y las castañuelas.
Goldoni, siempre Goldoni. Esta Doña Francisquita sería a la zarzuela lo que La familia dell’antiquario (2007) supuso al teatro. Una muestra ejemplar de cómo se puede confrontar un material artístico y su impacto y reflejo de cada época y sus gentes, así como la facilitación de un diálogo con posteriores períodos. Un fascinante, absorbente y deslumbrante trazado de un skyline dramatúrgico apabullante, que incluye y abraza elementos teatrales que Pasqual también ha usado en sus direcciones artísticas de óperas. Retroalimentación entre disciplinas, como Vives. No solo el triple salto temporal, sino que el resto de decisiones se traducen armoniosamente en la magnífica labor en escenografía y vestuario de Alejandro Andújar, la perfecta iluminación de Pascal Mérat y el precioso diseño audiovisual de Celeste Carrasco.
Justo es citarlos juntos porque el trabajo es acervo y completamente focalizado. Aquí se aprovechan las posibilidades escénicas de una infraestructura como la de la casa sin abarrotarla y siempre teniendo en cuenta lo que se quiere explicar. Pasqual se convierte en símil escénico del director de orquesta y conduce el trabajo de varios instrumentos privilegiados. Un cómo que se convierte en qué y porqué de la propuesta. Un cuádruple giratorio que no solo dota de dinamismo sino que nos introduce en lo tumultuoso del carnaval del segundo acto y su desenfreno. Piezas de vestuario que combinadas con el movimiento y la coreografía nos devuelven a aquel especialísimo y a estas alturas ya memorable Els feréstecs (2013) o Un dels últims vespres de Carnaval (1986). El amigo Goldoni no será el único convocado. Volvemos a las adaptaciones del Siglo de Oro y a La hija del aire de Calderón de la Barca, donde vimos cómo se podía simplificar y sintetizar el espacio en el teatro barroco, donde no existía la oscuridad (bravo por Mérat), que también consigue ese color entre ocre y blanco y negro de las retransmisiones televisivas de la época y un fascinante juego entre la escenificación y reconstrucción lumínica de exteriores desde el interior de un estudio de grabación o una sala de ensayo. No podía faltar Lope de Vega y el lirismo y pulcritud aproximativa de El caballero de Olmedo (2014).
Esto juega siempre a favor y nunca reduce el trabajo de los intérpretes sino que lo recoge y magnifica, permitiéndoles precisamente interpretar las canciones y la música hasta el punto de convertirlas en símbolos de la idea o motivo que las origina. A partir también de plataformas hidráulicas como las de El rei Lear (2015) que favorecen la frontalidad necesaria para que las voces nos lleguen en todo su esplendor siempre se dará importancia al libreto (musical). Esto también queda plasmado en la escenografía con la relevancia que se le otorga de la pantalla y el espejo del tercer acto. Pantalla que proyecta la restauración de la Doña Francisquita cinematográfica de 1934 dirigida por Hans Behrendt (detalle que enlaza y cierra la idea del primer acto de suprimir diálogos y de escenificar una grabación discográfica y que refuerza la voluntad que ya se tenía hace ocho décadas de exportar nuestro patrimonio folclórico y cultural. Entonces se confiaba en un alemán para rodar y ahora tenemos la visión de un director escénico internacional). Y espejo que confronta ensayo actual con el material original, convertido en pieza de estudio, y por supuesto y de nuevo con el público. Se incluyen también cámaras que nos permiten ver la proyección en directo del Coro de los románticos desde un punto aéreo. Expresividad ilimitada de lo que se convierte, como decíamos, en un majestuoso homenaje.
Decir que los intérpretes están a la altura de semejante propuesta es cerciorar el éxito en este ámbito. Hermosísima y muy bien incluída en la dramaturgia la aparición de Lucero Tena y su Fandango. Imposible apartar la mirada de sus manos y emocionante esa manera de pasar el testigo a un arrebatador cuerpo de baile (¡brava Nuria Castejón!). Una coreografía excelsamente ejecutada y que nos devuelve la mejor escuela bolera de baile. Momentos álgidos de un montaje mayúsculo y que probablemente nos regale la mejor danza que veremos esta temporada. Bien por el Cor del Gran Teatre del Liceu tanto en los momentos solistas como, por supuesto, en los corales. La dirección musical de Óliver Díaz nos parece más que adecuada para esta propuesta de difusión y estudio de la pieza en un mismo plano, algo que se traduce a la Orquestra.
Es curioso ver el alcance interpretativo del elenco, teniendo en cuenta que se les ha «negado» la palabra hablada. Ana Ibarra y María José Suárez captan nuestra atención como Aurora «la Beltrana» y Doña Francisca, respectivamente. Ambas han entendido muy bien los requerimientos de la propuesta y la primera nos obsequia con una Canción del marabú especialmente destacable. En esa línea siguen Isaac Galán y Miguel Sola como Lorenzo Pérez y Don Matías. Fulgurante en lo vocal Alejandro del Cerro como Cardona. Celso Albelo nos ha emocionado con esa mezcla de arrojo y candidez de su Fernando. Pocos como él pueden mostrar su amplitud de registro y su color vocal y al mismo tiempo evocar/recordar a un maestro como Alfredo Kraus (ahí queda su Por el humo se sabe dónde está el fuego, así como el resto de sus intervenciones). Color el de él y coloratura la de María José Moreno. De todos, la que mejor consigue interpretar su personaje a través de la disciplina del canto y la que incluye el movimiento escénico en cada paso que traza por tan suntuoso espacio. Un muy honroso tributo tanto a la partitura de Vives como a la visión de Pasqual, que podríamos resumir en «Era una rosa que en un jardín» y, junto a su compañero, en «Yo no fui sincera, perdóname».
Un elenco que demuestra que no hay un único modo de cantar/interpretar y que nunca esta todo dicho cuando se tiene una manera particular, sensible, expresiva y, por supuesto, disciplinada de hacerlo. Y, seamos justos, y aplaudamos tanto el esfuerzo como el resultado de un brillante Gonzalo de Castro. Nexo entre las intenciones de la puesta y que se encarga de casi la totalidad del nuevo texto y de enfrentarse/presentarse ante los espectadores en lo que se convierte en un salto sin red muy bien llevado y, de nuevo, magníficamente interpretado.
Finalmente, resulta muy significativa la elección del compositor y del título. Donde algunos, erróneamente, han visto intención de reventar la pieza original, reside una latente y loable visión innovadora y fraternal que universaliza el género y lo sitúa en primerísima línea dramático-musical. Un horizonte intencional que se hermana con el del propio Vives, que entre su fructífera obra ahiló (en cuanto a valía musical) ópera, opereta y zarzuela. Un catalán que captó y plasmó como pocos un retrato poético del espíritu de las gentes y calles de Madrid y que se estrena aquí el 10-N. ¿La zarzuela como espejo social con reverberaciones políticas? Ahora sí.
Crítica realizada por Fernando Solla