Quien conozca algo de la obra de Mercè Rodoreda seguramente concordará conmigo en que La mort i la primavera nada tiene que ver con el estilo habitual de la autora catalana. La Sala Petita del TNC presenta, bajo la dirección de Joan Ollé, esta extraña ficción de la escritora en un montaje que, como mínimo, no deja indiferente a ningún espectador.
Advertencia: si uno quiere disfrutar de esta obra, que antes de ir a verla se documente sobre la vida de Rodoreda y sobre algunos estudios que se han hecho de esta novela. De otra manera, puede que le pase lo que a mí. Que salí del teatro más perdida que un pulpo en un garaje y sin haber entendido bien la simbología subyacente, que haberla hayla.
La obra se sitúa en una aldea desconocida y en un momento atemporal de la Historia. Un lugar donde la gente se rige por unas normas extremas que se aplican con crueldad en donde el protagonista es un adolescente que, por ley, tiene que sacrificarse y donde los otros personajes como su madrastra y amante, el preso, el señor de la aldea, la narradora (que en la obra evoca el aspecto de la propia Rodoreda) y el hijo del herrero voltean esa figura central y son un reflejo de él mismo. Las almas de los muertos están representadas por mariposas y la muerte por las abejas. Y hay un bosque lleno de árboles que son los que acogen a esos muertos, y que con dar solo unos cuantos golpes, encuentras que están llenos de los huesos de los muertos.
Muchos analizaron la obra cuando se publicó en el 86, llegando a conclusiones que parecen erróneas, relacionadas con la política entre otras cosas. Parece que esta narración, de tono surrealista e incluso algo gótica, es solo un reflejo autobiógrafico de vivencias y experiencias que rodearon la vida de Mercè Rodoreda desde su infancia en Barcelona y su exilio en Francia y Suiza. Todo lo que le perturbara a nivel personal como, por ejemplo, la relación con su hijo, las molestias en su brazo derecho que le dejaron casi paralítica esa zona, la conexión de su amante, Armand Obiols, con los campos de exterminio nazis, o las relaciones matrimoniales con miembros de su propia familia se convirtió en el caldo de cultivo de los textos que Rodoreda empezara a escribir en los años 60 pero que dejó incompletos. El final estaba escrito, pero habían muchos manuscritos que al ponerse en orden tras el fallecimiento de la escritora a principios de los 80 dieron a luz una obra postmortem que se han convertido en lo que ella misma describió mientras como algo muy bueno y “terriblemente poético y terriblemente negro”.
Desde luego, si Ollé tenía algo claro es el tono que su montaje debía transmitir al público, que es el de la oscuridad y la tristeza y el horror que invade el relato. Sebastià Brosa ha creado un lugar frío e industrial para ello: dos muros altos en los laterales del escenario que son cruzados por el tronco de un árbol y otro más al fondo, desnudos y todo en grises oscuros. Con la ayuda de los vídeos de Francesc Isern, se representa entre otras cosas el río y la chica sin cara del río (que no es otra que el mismo niño que tiene que sacrificarse). A todo eso, se le suma el vestuario de Míriam Compte y Nídia Tusal, así como la caracterización de Núria Llunell, que en esta obra es imprescindible, para darle ese toque cuasi primitivo a todo el conjunto.
Es cierto que yo la percibo como una obra de difícil digestión y de complicada comprensión si, como decía antes, uno no está bien relacionado con ella. Pero de lo que no queda duda es que el cuerpo actoral está impecable. Diría que esto es así a partes iguales, aunque hay que reconocer que el trabajo actoral de Francesc Colomer, como el adolescente, quien lleva la mayor parte de peso de los textos, sobresale. Y Sara Morera, en la madastra, es otro de los fuertes. Por la dificultad que conlleva ese personaje y por conseguir la intencionada aversión que tiene que producir. Junto a él, Joan Anguera, Pepo Blasco, Rosa Renom y Roger Vilà completan un robusto elenco que en la parte de interpretación son, indudablemente, destacables.
Reconozco que salí de ver el montaje con cierta pesadez y algo de decepción por mi parte, por no haber sabido ver más allá. Pero también diré que una vez leí toda la información que creí necesaria para entenderlo correctamente y comprendiendo, en casi su totalidad, toda la simbología que Rodoreda plasmó en La mort i la primavera creo que puedo decir que, aunque fuera a posteriori y después de unas horas de reflexión, he disfrutado como se merece esta obra de una de las escritoras catalanas clave del siglo XX, una “novela de amor y soledad infinitas”.
Crítica realizada por Diana Limones