El ambigú del Teatro Kamikaze se inunda de una peculiar fealdad. La mujer más fea del mundo es un alegato incómodo sobre la perversión de los cánones impuestos. Ana Rujas se enfrenta a un monólogo que lanza dardos y recibe lágrimas. Atinada reflexión que combina dolor y denuncia.
Bárbara Mestanza y Ana Rujas son las artífices de este texto que bebe de experiencias propias. Un relato con mucha verdad, interpretado e interpelado por Ana Rujas. Ella, presentada como una aparición mariana, virginal y pura, transmutará en una víctima de su belleza. Pronto se despojará de la crisálida virginal para tornarse en polilla suicida. El relato viaja entre el pasado y el presente. Entre la huida frenética y la realidad de no querer mirarse al espejo. La mujer más fea del mundo no es un ser deforme, su fealdad no es visible al resto. La fealdad que se respira en el relato es la fealdad interna. Los miedos, las frustraciones, las miserias que nos supuran cuando estamos solos, la inseguridad. Eso nos hace a todos ser los seres más feos del mundo.
Ana Rujas desprende un realismo magnético. Pureza en la mirada, se enfrenta a los ojos de los espectadores, mira directamente, observa e interactúa. Lo hace con pasmosa facilidad y naturalidad. Sensación de improvisación en algunos momentos, lo cual hace que el texto vuele por encima de la sala. Belleza entre la fealdad del relato. Pero el relato es tan real, no es ajena esa lucha contra los sentimientos de vacío, de inutilidad, de fracaso. ¿Quién no se ha sentido así? ¿Quién no se ha refugiado en un tugurio, entre desconocidos insuflados de garrafón? El vacío interior es feo, por mucho que el cascarón que lo envuelve sea el más hermoso del mundo. Pero al final la podredumbre interior sale a flote siempre.
El fondo blanco, las proyecciones, la música, el humor. Funciona todo bien en el relato. Se crea una comunión adictiva entre la mirada de Ana y el público que no deja de mirar entre el asombro y el horror. Hay tanta emoción contenida, tantos momentos comunes, una verdadera catarsis emocional. Apetece abrazarse, darse consuelo, reivindicar nuestras fealdades ocultas, liberar nuestra peor foto, liberarse, olvidarse de todo, vivir, volver a casa. Solo así los miedos (las hormigas) abandonarán nuestro cuerpo.
Crítica realizada por Moisés C. Alabau