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04.10.2019 Críticas  
Un páramo

El Teatro María Guerrero abre temporada con Madre Coraje y sus hijos, de Bertol Brecht, versionada y dirigida por Ernesto Caballero, contando con Blanca Portillo como protagonista de este eterno drama musical que alega contra la guerra y sus beneficiarios.

Anna Fierling, es Madre Coraje (Blanca Portillo), que junto a sus tres hijos: la muda Kattrin (Ángela Ibáñez), el honesto Caradequeso (Ignacio Jiménez) y el bravo Eilif (Samuel Viyuela), vagan con un carromato lleno de provisiones, por la Guerra de los 30 años, abasteciendo a la empobrecida población y militares, con bienes de estraperlo. Un Predicador (Jorge Usón), la prostituta Yvette (Paula Iwasaki), y un oscuro cocinero (Paco Déniz), compartirán parte de si camino, donde alguno se quedará, como pago de la ambición y el instinto de supervivencia de esta hija de puta, como la calificó Gerardo Vera, que es Madre Coraje.

Grandes nombres, tanto en equipo artístico como en el reparto, hacen que uno pose la mirada en Madre Coraje y sus hijos: la Portillo, Viyuela, Usón, Paco Déniz, Paco Azorín a la escenografía y a la iluminación, junto con Ernesto Caballero. Todos ellos son personajes mayúsculos, que sin desmerecer el nombre del resto del equipo, logran que la aproximación hacia este proyecto se haga sola, apoyada sobre el demostrado talento de todos por separado; pero al igual que ocurre con El Sirviente en el Teatro Español, el resultado final es un trampantojo de calidad, que actúa como lastre durante las dos horas y diez minutos, que se prolonga la función, entre cabezadas de la audiencia, y unos números musicales que, sin dudar de la asesoría vocal y la composición de Paul Dessau, Ernesto Caballero no logra que en esta versión berlinesa del 1949, del original, brillen e impacten o hagan al público reflexionar sobre las consecuencias de la guerra, sino que le aboca a consultar sus relojes de pulsera.

Solo el teléfono móvil de una descuidada espectadora, el cual indicaba que “el teléfono está en modo avión, no puedo darte asistencia” me despertó de la incómoda modorra que me había invadido desde el segundo número musical de Madre Coraje y sus hijos. Solo la frescura, naturalidad, imponencia y fantástica voz de Jorge Usón funciona como un interesante oasis que salva de las contundentes interpretaciones del resto del reparto, que, como una calurosa tarde de verano, caen sobre las cabezas de la audiencia como una losa. Junto a Usón, escapan las brisas que son Paco Déniz y Paula Iwasaki, como contrapunto a semejante intensidad interpretativa.

Blanca Portillo está correcta, entregada y se agradece ver cómo su amplio espectro interpretativo se despliega, mostrando registros que hacía mucho que no veía de ella sobre el escenario, y me alegra que en este Madre Coraje y sus hijos, haya motivación y ganas. Y el gran ausente, por su siempre grata participación, es Samuel Viyuela, cuyo personaje es, por momentos, crucial y protagonista, pero su presencia es casi nula.

Hace ya unos años, en la etapa final de fulgor de las extintas Naves del Matadero, ya me aproximé a esta versión musical de Madre Coraje y sus hijos, pero no recuerdo la pesadumbre y lo poco dinámico que se me ha hecho este montaje, donde los números musicales no ayudan en la narración y parecen metidos con calzador, no ya por las voces, donde sorprenden Iwasaki (que no Usón, porque sobrada es su experiencia al frente de De Carne y Hueso), y Déniz; sino porque rompen la dinámica del texto de una forma tan abrupta e ¿innecesaria? que sacan de la concentración y despistan.

La ambientación y vestuario, aunque desconcertante por cierta modernidad que no acompaña con la ubicación espacio-temporal,  es correcta, aunque no sobresaliente, y eso le sigo achacando a Paco Azorín, del que hace mucho que no veo algo espectacular, como antaño. El letrero led y seis asientos de consulta de la Seguridad Social, con el único aderezo del montaje, y solo el tajo de cortar leña de el Predicador de Jorge Usón, supone un acento positivo.

Madre Coraje y sus hijos es un montaje que caerá en el olvido, por excesivamente clásico en la forma, y anodina la ejecución, abandonando a los intérpretes en un paisaje arrasado por la guerra y asolado por una audiencia soñolienta.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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