La Sala Atrium empieza fuerte esta temporada. Fly Me To The Moon nos regala una parcela de buen teatro. Y no necesitamos viajar hasta la luna para habitarla. Un afectivo texto de Marc Angelet que encuentra una puesta en escena cómplice y armónica gracias a la dirección de Sílvia Navarro y a dos interpretaciones meticulosas y completamente sugestivas.
De un modo no explícito, esta pieza dibuja un interesante paralelismo entre la evolución de un cierto tipo de música y las dificultades con las que pueden encontrarse muchos profesionales de las artes escénicas fuera del mainstream o cualquier tendencia mayoritaria (signifique eso lo que signifique). Esta sería una gran fortaleza de la propuesta. Hablando de alguien concreto en un momento y lugar todavía más precisos, se reúnen un cúmulo de reflexiones y opciones de debate que trascienden fronteras espacio-temporales. Esto se hace con un talento especial (y espacial) para que todo parezca espontáneo y generado por nuestra capacidad de raciocinio e imaginación, cuando, en realidad, se nos induce y estimula a ello gracias a la perfecta vinculación entre todos los implicados.
Para ello se traslada la figura del «crooner» a la que podría remitirnos el título de la pieza hacia la del ventrílocuo Dennis Hope. Años 80. Cuando la silueta musical que comentábamos hacía un par de décadas que había quedado relegada al olvido, desviada por otros géneros o estilos denominados ¿denigrantemente? como «easy listening», nosotros nos encontramos con él y su muñeco o marioneta, Mel «el Malcarado». En mitad de un desierto y con su vehículo averiado, la posibilidad de llegar a un programa que asegura una audiencia potencial de cincuenta millones de personas parece cada vez más lejana. Angelet se preocupa por explicar tanto los condicionantes intrínsecos (miedos, inseguridades, frustración y hastío) como los externos (fracaso sentimental, modificación o rechazo de los hábitos o preferencias de la audiencia, involución o regresión de los valores sociales…).
En escena, veremos a dos intérpretes. Pero el tono será el de un monólogo interior. La dirección de Navarro ha sabido transmitir el distanciamiento necesario para que todo fluya como debe. No nos referimos a un alejamiento o enfriamiento del interés o la empatía sino a un posicionamiento crítico y que facilita nuestra capacidad de observación en paralelo al desarrollo dramático y al del/los personaje(s). Tarea complicada que aquí se salda con éxito y que rinde el mejor tributo posible al texto, profundizando en y reflejando todas sus capas. Veremos este desierto (el de Arizona) que es físico pero también interior y, por supuesto, equivalente al de cualquiera de las disciplinas artísticas que queramos convocar.
La mayor virtud de la propuesta de Angelet es que logra que nuestra compenetración no sea hacia la ocupación desempañada sino hacia el estado de la misma y a la imposibilidad de escapar de ella. Si no puede ser a su manera, no será. Antes que negar unos principios inquebrantables, nos meamos en la luna y luego la conquistamos del modo menos bucólico que existe. No a través de lo artístico, sino reclamando (y consiguiendo) su propiedad. ¿Comedia basada en hechos reales? ¿El fin del sueño americano? Sí, y muchas cosas más. Todas las que importan. Ya lo dijo Brecht: «El arte (en cualquiera de sus manifestaciones) cuando es bueno es siempre entretenimiento». Pues eso.
La función encuentra en Dani Arrebola y Marçal Bayona a dos cómplices de campeonato, en última instancia los artífices del rotundo resultado final. Una compenetración impresionante y que cumple y se adecúa cien por cien a la naturaleza y condición de sus personajes, animado e inanimado. El primero se convierte en ventrílocuo incluso antes de que nos demos cuenta, más orientado a la observación del mundo que le rodea que al ritmo imperante en el tipo de espectáculo que desarrolla. Naturalizando esta ocupación, su retrato del ciudadano medio es espectacular. Doliente y sensible, amarga y acerba. Logra transmitirnos ese miedo a hablar por boca de uno mismo, precisamente a través de su trabajo con Bayona. El juego de voces e inflexiones vocales que establecen ambos consigue un acompañamiento mutuo, un verse y escucharse sin mirarse que pocas veces se consigue en un escenario.
Juntos direccionan y multidimensionan nuestra mirada y capacidad de observación y transmiten todos los recovecos y puntos (tanto los luminosos como los más oscuros) del texto. El recorrido que muestra el primero es tremendo y la rapidez elocuente del segundo formidable. Cómo a partir de una aparente estatismo consigue captar el tempo rapidísimo de las réplicas reforzando la intención de las mismas es algo tan preciso como vertiginoso (grandes frases como «El título del cuento era Pinocho, no Gepetto» son buena muestra de ello). Se puede permanecer inmóvil de muchas maneras y aquí hay una gran muestra de ello. Interpretaciones, decíamos, rápidas en su ejecución pero meditadas y con un poso y calado especialmente destacables en su recepción.
Una defensa del hartazgo y saturación del hombre común tanto o más potente (salvando aproximaciones estéticas o temáticas) como la que consiguieron Brad Pitt y Edward Norton con sus Tyler Durden y «anónimo» en El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999). Incluso hay tiempo para una personificación de la tormenta que se convierte en un guiño que nos gusta e ilusiona especialmente a los asiduos al espacio. Un detalle, otro más, que representa todos los impedimentos y trabas con los que choca el protagonista, así como su desbarajuste vital.
Una dirección que se apoya en una concepción escenográfica que le sienta como un guante tanto al texto como a la aproximación. Aquí destaca el trabajo Marina Valls y Tània Gumbau (también en la iluminación). Una estética que cuenta con un auto de choque como elemento principal y materiales que bien podrían ser de cartón piedra. Arizona state of mind, como indica la matrícula. Esto no es gratuito y sí altamente simbólico. A nivel estético, nos acerca a una expresión que refleja esos tiempos pasados y trasnochados que ya no tienen a cabida a día del hoy al que nos remite la pieza (unos años ochenta muy bien insinuados gracias a la selección musical). Un fracaso que también se refiere al choque o golpe en la mesa simbólicos que sacuden al protagonista para tomar su tan tajante determinación. Ambas se encargan también del vestuario. Una cierto tono kitsch que podría evocar también a ciertos aspectos de la novela gráfica en las piezas que visten los intérpretes y que desarrollan el revés o descalabro (también anímico) al que asistimos durante la representación.
Todo el conjunto aporta un valor añadido y es su vocación (y alcance) universal. No cuesta imaginarnos esta función en cualquier teatro y ante un público estadounidense o anglófono (no solo, pero especialmente). A todos esos programadores que viajáis por el mundo en busca de propuestas para vuestros espacios, aquí tenéis un más que posible proyecto.
Finalmente, con Fly Me To The Moon constatamos una (in)feliz realidad. Durante y tras su visionado nos invade la certeza que de algún modo niega para las artes escénicas lo que sirve para el personaje protagonista. Con propuestas como la que nos ocupa, podemos afirmar que NO. No vale la pena dejarlo todo para dedicarse a otra cosa y SÍ, sí que nos sentimos representados por esta manera de hacer y defender el teatro. Una vez más, la esencia en tarro pequeño se vende. O, como nos gusta decir por aquí, «al pot petit hi ha la bona confitura».
Crítica realizada por Fernando Solla