La Villarroel estrena temporada con Vaselina. Una pieza de Gabriele Di Luca que combina su apariencia feroz e irreverente con una particular inspección de la bondad intrínseca de sus protagonistas. Sergi Belbel dirige una puesta que destaca por las interpretaciones y una peculiar pugna entre las fuerzas opuestas que rigen tanto el desarrollo narrativo como el de los personajes.
Vaselina funciona como una ametralladora. Para ello es necesaria una dirección firme que, en ocasiones, se muestra algo neutral con respecto a forma y contenido pero que, en última instancia, logra el cometido. Di Luca dispara, de manera sistemática y automática, grandes dosis de información. Una inmensa cantidad de munición, que en un lapso breve pero sostenido, proyecta cientos de dardos envenenados por minuto. Esta diversidad temática se utilizará de contexto para situar a los personajes en un momento en el que la saturación emocional trasciende la clase social y la unidad familiar y nos emplaza en plena catarsis. Justo antes, durante e inmediatamente después de la misma.
Premisas argumentales válidas y más que probables si miramos hacia las relaciones políticas internacionales que, en el plano dramático, serán una excusa argumental para hablar del desmembramiento y desmoronamiento del núcleo familiar y de las relaciones con el prójimo. Un certero y ácido retrato que, a partir del caso individual y concreto, refleja como un salvaje quejido nuestro engranaje cotidiano. Animalismo, liberalización del cultivo de marihuana, funcionamiento del mercado, culto al cuerpo, ludopatía, sectarismo, abandono de las «obligaciones» parentales, desnaturalización de los roles y relaciones intrafamiliares al uso (incluida la violencia), transgénero… Como decíamos, dardos envenenados que más que moralizar pretenden (y en parte consiguen) desenmascarar la doble moral que se esconde desde cualquiera de todos los posicionamiento posibles al respecto.
Un ritmo vertiginoso en los diálogos que se ofrece con una proporción algo más relajada de lo que podíamos esperar en un primer momento. Sin embargo, y precisamente por este motivo, dicha decisión facilita que el poso dramático se asiente y que los intérpretes desplieguen y enriquezcan sus creaciones con matices y tonalidades que son cómicas solo en apariencia. La traducción de Joan Negrié ha captado tanto la forma como el fondo del original y, sin localizar en exceso, consigue ampliar la noción de extrarradio a algo que va más allá de la geometría urbana. De este modo, nos adentramos en una periferia situacional y anímica mucho más profunda y enriquecedora que favorece el trabajo de dirección e interpretación.
Especialmente bien equilibradas las transiciones entre una escena y la siguiente, algo que en la puesta en escena se traduce y convierte en feliz realidad gracias a la iluminación de Kiko Planas y el espacio sonoro de Jordi Bonet. La escenografía de Josep Iglesias desnuda de elementos innecesarios el espacio y aprovecha las posibilidades de la sala para dibujar las entradas y salidas. De este modo, se facilita el movimiento de los intérpretes en escena. Cinco personajes muy bien caracterizados por el vestuario de Joan Miquel Reig.
Llegamos a la mayor fortaleza de la propuesta que nos ocupa. Vaselina ha reunido a un elenco muy bien avenido que se crece ante las dificultades y múltiples capas entre la aproximación y la finalidad de la pieza. Cada intérprete consigue, de un modo particular, alcanzar y mantener la verosimilitud. Tanto en el histrionismo aparente de su conducta como en el trasfondo buscado. Juntos, logran que el pacto formal no difumine las posibilidades y la potencia dramática del material que se traen entre manos, sino que las amplifican considerablemente. Reig confiere una dignidad más que emotiva que no abandona ni en los giros más inesperados de su personaje. Artur Busquets se mueve entre la comicidad y la brutalidad con energía y progresión para la tensión dramática. Karin Barbeta alcanza todos los palos que su personaje y las distintas circunstancias requieren, contrastando la ironía de las situaciones con una aproximación aparentemente inocente pero que transmite la intención de cada momento. Los intérpretes se escuchan en escena mientras que los personajes se chillan y encabalgan diálogos, gritos y discusiones.
Entre todos pero especialmente entre Negrié y Lluïsa Castell se establece una constante de réplicas y contrarréplicas que captan tanto el tono como el fondo de la propuesta y de sus respectivas creaciones. Él se mueve entre la rabia y la incorrección formal para paulatinamente irse mostrando y revelando ante nosotros y lo hace de un modo que parece simplificar una labor muy compleja. Su monólogo final es de lo mejor de la función. Castell se aleja de cualquier zona acomodada posible y se crece ante nosotros con un desparpajo y a la vez profundidad indiscutibles. Tanto en el discurso como en los silencios y los movimientos su interpretación es sobresaliente. Pocas veces su mirada ha dicho de un modo tan perspicaz, sensible y doliente lo que las palabras silencian. Su estallido en escena es tan contundente como liberador.
Finalmente, nos encontramos ante una propuesta que engancha antes por el desarrollo de los personajes y sus motivaciones y frustraciones que por una trama más servicial a este requerimiento que concluyente. Sí que lo es en su planteamiento ideológico, inconformista y punzante. Ambos, motivos suficientes para captar nuestra atención y reflejar el hastío vital de ese amplio espectro de la sociedad (ente anónimo e invisibilizado por el poder dominante) del que formamos parte. Una nueva y fructífera asamblea entre La Villarroel y la Sala Trono.
Crítica realizada por Fernando Solla