La Sala Fènix inicia temporada con un espectáculo comprometido y reivindicativo. Blackface y otras vergüenzas se constituye como una función de denuncia y también como defensa urgente a partir del desenmascaramiento de unos valores racistas profundamente arraigados dentro de la ideología de la raza blanca y que no siempre se perciben como tales.
Silvia Albert Sopale ha ideado una estructura con una premisa inicial más que interesante. Como si se tratara de una médium, invocara a varias figuras convirtiéndolas en personajes ejemplares del prejuicio que se quiere reflejar en cada momento. No caerá en la sucesión de distintos sketches ni en un desarrollo episódico. Se traza un hilo en el que se presentan las premisas y no hay enumeración, sino que a través de la aproximación dramática de la intérprete se escarnece no al personaje sino al que lo mira y lo ha constituido como tal. Se escenifica el racismo desde varias vertientes siempre como revulsivo de sí mismo.
A cada tramo se le dedicará el tiempo que se requiera para explicar lo que necesita. La actriz se dirigirá al espectador increpándolo e incluyéndolo al mismo tiempo. Su trabajo en este terreno crece a medida que avanza la función, destacando en un segundo tramo en que consigue invertir el termino titular hasta convertirlo en lo que podríamos denominar como «whiteface». De una consigna más bien discursiva se evoluciona hasta llegar a explicar la pieza desde la construcción de cada una de las convocadas. Se gestiona todo a través del razonamiento pero también de la inmediatez. No se busca tanto emocionar como dar un golpe en la mesa y decir, ¡hasta aquí!
Algunas de las ideas son especialmente relevantes. No se trata de si la intención del racista es premeditada o no sino de analizar todo el asunto desde el impacto que se provoca en quien lo recibe. Consciente de que la apertura mental no se realiza en un instante, la creadora nos anima a seguir investigando en el tema. A escucharnos para tomar plena posesión de consciencia de que nuestra mirada es mucho más sucia y dañina de lo que creíamos. La interpelación llega y ya nos tocará a nosotros decidir si somos perpetuadores del modelo o, por otro lado, empezamos a cambiar cosas. Por parte de nuestra anfitriona, creemos ver en forma de espectáculo ese instinto de defensa natural e instintivo que despierta, precisamente, cuando alguien es atacado.
Interesante también la descripción de este conflicto en concreto. Es decir, si se unifican todos los grupos sociales en desigualdad y se les enfrenta al poder dominante también en general, el discurso pierde fuerza. Aquí se acota tanto a unos como a otros. No se universaliza en exceso y se nos dan ejemplos de nuestro entorno más inmediato donde tradicionalmente se nos ha inculcado como si fuera algo natural o, incluso, cultural todo tipo de prácticas y tradiciones que no hacen más que perpetuar una situación injusta.
Las piezas de vestuario de Gina Baldé favorecen los cambios de personaje y ayudan a la intérprete en sus ejercicios de caracterización siempre teniendo en cuenta lo que dice el texto. En esta misma línea continúan los efectos de sonido de Maquet Dieng. El diseño de luces de Albert Julvé consigue intensificar los momentos más íntimos y dramáticos. Juntos abrazan el trabajo de la actriz ofreciéndole recursos y herramientas para desarrollar los distintos personajes dentro del juego escénico propuesto.
Finalmente, Blackface y otras vergüenzas desarrolla una línea de teatro denuncia y es una digna sucesora de la anterior propuesta de la compañía. La vehemencia de la creadora e intérprete nos interpela de un modo en el que la reflexión cobra el protagonismo y nos ayuda a poner en el lugar del otro de un modo más consciente y que, ojalá, propicie el cambio necesario para que la apertura mental sea una realidad.
Crítica realizada por Fernando Solla