Los que nos hemos sumado a Grumelot tarde (pero al menos, no nunca) ante esta reposición de Un cine arde y diez personas arden, en Conde Duque, no podíamos mas que correr para no perderselos, ¡y qué alegría!
Un cine arde y diez personas arden, de Pablo Gisbert, ya fue estrenado en el 2015, y cuenta el relato de diez asistentes a un cine de reposiciones, para ver Guillermo Tell en blanco y negro. Sus conversaciones antes de que un incendio comience a extenderse por el lugar, y sus reflexiones, mientras echan a arder, son el difícil material con el que los Grumelot se mueven, y logran un éxito tragicómico que merece un mayor recorrido que las fechas programadas.
Un patio de butacas de asientos de terciopelo confronta a la audiencia asistente, siendo espectadores de los espectadores, en un juego metateatral que la compañía trabaja como nadie, y que solo puedo comparar al trabajo de Números Imaginarios, en cuanto a lograr ese nexo con los asistentes, donde muchos nos olvidamos de dónde estamos y nos comportamos como un miembro más del elenco. Es tal la confianza que desprenden, y que de trabaja desde el comienzo de sus proyectos, que sentimos el espacio como un lugar seguro en el que hacer confesiones que mi siquiera trataríamos con nuestras familias, o amigos más cercanos.
Me consta que este Un cine arde y diez personas arden, ha dado un triple salto mortal de sus comienzos hasta ahora, habiendo ganado madurez, conciencia, y contando con un elenco aún más comprometido, si cabe, que el original: aquí Íñigo Rodríguez-Claro y Carlota Gaviño, dirigiendo estos actores, muchos de ellos habituales en las propuestas más recientes, hacen algo que me resulta muy difícil y es que interpreten con tanta naturalidad, y uno perciba como provenientes de ellos mismos las palabras que recitan. El trabajo de la dirección es gran parte del éxito del montaje, más allá del talento (envidiable por mi parte, no lo voy a negar) de todos los actores y actrices: la profundidad y vis cómica de Carlos Pulpón, la autoridad de Mon Ceballos en sus parlamentos, la sensibilidad y poderosa mirada de Carlota Gaviño, la cercanía de Mariano Estudillo,la inocencia que transmite Ainoa Fernández, la comicidad de Itxaso Larrinaga, el magnetismo de Iara Solano y la química entre Rebeca Matellán y Juan Ceacero. Todos y cada uno de ellos calan en la audiencia y convierten Un cine arde y arden diez persona en un espectáculo teatral bigger than life.
Son miles las referencias “grumelotas” que pueblan este cine, y que proyectos posteriores han ido haciendo acto de presencia, convirtiéndose en marca de la casa: las proyecciones textuales, el intercambio de confesiones con el público, el humor, aquí negro, y todo un derroche de optimismo ante lo fatal, que hacen que todos y cada uno de los proyectos, considere como episodios que podrían formar parte de mi vida. Si yo mismo podría haber sido el protagonista de Scratch, en medio de los riots londinenses (los cuales viví in situ) o sentir cómo el trágico precedente del que partía How to dissapear completely, yo lo podía extrapolar de forma temporal y espacial a algo muy próximo que sufrimos muchos, muy cerca; Un cine arde y diez personas arden, podría ser el singular final que termine con mi existencia sobre la tierra.
Hace no mucho tiempo pedí que Grumelot volviesen de ese barbecho escénico (porque se que creativo, no) en el que pocos estrenos de ello había en las salas, y agradezco que alguien allá arriba (o abajo, quien sabe) ha escuchado mis plegarias. Si a veces he bromeado (fantaseado, mas bien) comentando quién podría encargarse de escribir mi biopic teatral, escenificarlo, o interpretarlo, tengo claro que el día que muera yo, si algo relevante hago en esta vida que sea digno (o indigno) de contar, que los Grumelot se encarguen de llevarme a los escenarios. He dicho.
Crítica realizada por Ismael Lomana